Preludio

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Pareciera imposible que tantas cosas hubieran sucedido en al parecer tan poco tiempo, pero el momento mas temido por la Realeza de Calabria estaba a punto de llegar.

La primavera que pintaba la isla de un color verde esmeralda y hacía fulgurar los cielos azules y eternos del cielo, estaba casi por terminar, y la promesa de un nuevo verano, tan viscoso y empalagoso como todos los veranos en Calabria empezaba a anunciar su llegada hacia los primeros días de Junio.

Los olivos, cargados de enormes aceitunas, mecían serenamente su ramas al compás del cálido viento en tanto que los recolectores agrupaban y almacenaban los frutos a diario bajo el sol abrasador del medio día. Eran tiempos de cosecha en toda la isla y todos en ella se afanaban sin descanso, disfrutando tanto de los resultados, como del bienestar que había ahora en el lugar para todos. El lugar era tan floreciente, que varios diseñadores y comerciantes de alta costura habían llegado de muchas partes del mundo, a instalarse en Calabria, y a causa de eso, había crecido aún mas la prosperidad del lugar.

En el Palacio azul y blanco, se detallaban los últimos preparativos para el arribo de las Reales visitas que en breve serían recibidas. Los aposentos estaban listos, se bordaron nuevos almohadones, se ordenaron nuevas alfombras, se construyeron nuevos carruajes y dos cocineras fueron traídas desde Francia.

Los jardineros habían creado un verdadero paraíso en los jardines, y el palacio brillaba como un diamante recién pulido.

Los Reyes, pese a todo, habían organizado varios banquetes y algunas cenas en honor a sus próximos invitados, extrañados de igual manera ante la actitud resignada y apática de los príncipes, que observaban callados los preparativos, sin participar en ellos, pero al menos sin quejarse demasiado.

Se encontraban abstraídos mas que nunca en sus actividades cotidianas, la lectura, los negocios, el tiro con arco y algunas veces el esgrima. A Tom le gustaba la caza, pero Bill la detestaba, de modo que ya no iban a cazar. Solamente una vez había entrado el príncipe menor en el salón de trofeos, llamado así porque en cada rincón había cadáveres de animales preservados para dar la impresión de vida, las paredes estaban tachonadas de cabezas de ciervos, toros, cabras montañesas, aves y demás variedad de animales; todos cazados por el príncipe Thomas y sus antepasados. Al verlos, Bill se había horrorizado, y jamás quiso acercarse por ahí nuevamente, y nadie mas en el castillo practicó la caza desde entonces.

Entre los príncipes parecía haberse levantado un delicado velo invisible que los protegía del mundo exterior y sus punzantes agonías, y el tema de la llegada de las princesas era prácticamente tabú para ellos.

Nos preocuparemos de ello cuando llegue el momento — solía decir Tom hacía su hermano, a veces a mitad del desayuno, cuando los ojos de Bill se oscurecían de repente, a veces susurrando contra sus labios, cuando, desnudos y sudorosos, se devoraban a besos tan lúbricos y salvajes como solo ellos conocían, y otras veces incluso frente a sus padres, lo que cortaba cualquier inicio de charla sobre el tema.

Pero claramente todos se preocupaban por el arribo de aquellas dos jovencitas que bien podrían poner el Reino de cabeza si se empecinaban en ello.

Los primeros en llegar serían los soberanos de Baja Normandía, y faltaba una semana exacta para su arribo.

—¿Conoces a los Reyes Normandos? — preguntó Bill la mañana del lunes, siete días antes de que el pudiera conocer a aquella princesa que ya odiaba.

Ambos estaban en su privada y elegante veranda, tomando un desayuno ligero de lubina al vapor con verduras cubiertas de mantequilla dorada y especias, pastelillos de miel y té negro.

El mayor de los príncipes entornó los ojos, esbozó un conato de sonrisa, y se deleitó en la pálida perfección de su hermano antes de responderle.

—En persona no — respondió Tom, haciendo gala de su oscura y penetrante mirada, esa que siempre conseguía hacer estragos en el ritmo cardíaco de su hermano.

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