Felitza

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El día había llegado, y el sol brillaba esplendoroso en el cielo italiano. Realmente hacía un día muy hermoso. Las altas montañas esponjadas de árboles de todos los tonos de verde se erguían sobre el oceáno y ondulaban con oscuros cabeceos, como si dieran la bienvenida a sus nuevos visitantes. Las gaviotas revoloteaban en busca de peces sobre el puerto y los muelles, graznando hacia el calor opresivo del medio día; mientras los potentes rayos del sol hacían que las granadas se cuartearan y entreabieran, exhalando su dulce perfume y dejando al descubierto su corazón rojo.

A lo lejos, sobre la brillante y transparente superficie del océano se podía apreciar el enorme barco que se acercaba con lenta solemnidad.

Un potente rayo de luz solar hirió los oscuros ojos del príncipe William, haciendo que los entrecerrara con molestia, tanto para protegerlos como para tratar de divisar mejor lo que miraba a lo lejos. Y mientras observaba, era observado por los aprehensivos ojos de su hermano gemelo.

Jamás había sucedido que la familia real fuese hasta el puerto a recibir a los visitantes, pero el menor de los príncipes había insistido en ello, puesto que no deseaba perder detalle alguno de sus nuevos invitados, y naturalmente, sus deseos fueron cumplidos.

Se instaló una gran carpa de pesado terciopelo carmesí para proteger a la realeza de los rayos del inclemente sol. Los Reyes, ambos magníficamente vestidos, esperaban serenos y cómodos, sentados en una amplia calesa abierta, forrada en tonos oscuros con detalles dorados, mientras que ambos príncipes esperaban montados en sus respectivos caballos, y por detrás de ellos, casi todos los pobladores de la isla miraban con ojos curiosos y ansiosos como el barco normando se acercaba cada vez más.

El camino hacia el palacio estaba bordeado por pálidos limoneros amarillos coronados de flores color marfil, que perfumaban el aire con su suave perfume enervante. Había tres calesas mas acomodadas a la sombra, tiradas cada una por un par de caballos imperiales, que lucían una pluma blanca de avestruz en las adornadas cabezas.

Todos aguardaban en silencio.

[...]

Tres discretos golpes resonaron en la puerta cerrada del camarote de la princesa Felitza. De todas las estancias del gigantesco barco, esa era la más resplandeciente y hermosa. Las paredes estaban cubiertas de damasco y flores rosadas, salpicado de pájaros y moteado de florecillas de plata. Los muebles eran de ébano perfumado festoneado con guirnaldas de flores de colores y angelitos de oro; había dos amplias chimeneas casi exangües y el piso que era de ónix verde mar, pulido como espejo, parecía extenderse indefinidamente y perderse en la distancia.

—Debes prepararte ya, Felitza— susurró el Rey Felipe — casi hemos llegado.

—Estoy preparada— respondió la princesa, levantándose del banquillo que estaba frente a un gran espejo, para seguir al Rey por el amplio pasillo de maderas pulidas hasta que llegaron a la enorme proa del barco, donde ya estaba de pie la Reina Arlette, junto con el confesor y el gran inquisidor del Reino.

La princesa saludó con un movimiento de cabeza, y protegió sus hermosos ojos bicolores con un gran abanico negro con perlas plateadas. Aunque extrañaba a su amada Francia, no dejaba de reconocer y admirar la belleza de cuanto la rodeaba. El barco surcaba el transparente mar, cortándolo y levantando crestas de espuma blanca conforme se acercaba al puerto que se divisaba a lo lejos, con una hermosa playa de arena blanca como la nieve, y por detrás de los muelles, donde había otro gigantesco barco que relucía al sol, se apreciaban enormes y vastas montañas verde oscuro, que ocultaban las paredes blancas de un impresionante palacio con techos góticos color azul añil terminados en punta.

El paisaje era tan hermoso que robaba el aliento, y la princesa no lograba desembarazarse de ciertas emociones muy nuevas para ella: la curiosidad, la emoción, cierta inquietud y muchas ansias. Era casi imposible permanecer imperturbable ante los paisajes, y ante la vista del imponente barco real que flotaba perezosamente y parecía tener vida propia de lo mucho que brillaba. La princesa alcanzó a divisar en algunas partes del barco, los emblemas imperiales que correspondían a Calabria, que constaban de un escudo con dos poderosos leones rugiendo, cuyas garras se clavaban en el tronco de un grueso olivo, que encerraba entre sus ramas dos barrocas letras entrelazadas entre ellas: una T y una W.

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