—¡Vamos, baila!
—¿Qué dices? Ya sabes que no me gusta bailar. Y aléjate, hueles a alcohol.
La verdad era que Carlos sí quería bailar, pero le daba vergüenza. Siempre que terminaba en una pista de baile sus piernas se transformaban en enormes bloques de hielo.
—Está bien, letritas, te dejaré en paz —le dijo tambaleándose su amigo Aureliano, quien era un joven científico—. Pero ni se te ocurra ponerte a leer o escribir aquí. Estás en una fiesta, aunque sea ve por chicas.
Entre aquella oscuridad invadida por repentinas luces de colores y rock alternativo, Carlos se rió. No podía creer que fuera amigo de aquel sujeto.
—Que vaya por chicas... ¿Y les puedo recitar poemas? ¿Puedo contarles la vida de Márquez o de Rulfo?
—¿Sabes qué? Mejor quédate aquí, sentadito, bebiendo tu linda limonada. Pero te prometo... —Aureliano cerró los ojos con determinación, haciéndose la promesa a si mismo primero—. ¡Te prometo que algún día conseguiré que bailes!
Carlos alzó una ceja, no muy seguro de que eso fuera posible.
—Lo dudo.
—¡Ya verás! ¡Y entonces te darás cuenta de lo poco que has vivido!
Carlos estaba a punto de responder con un comentario sarcástico, cuando de repente una chica preciosa apareció bailando, tomó entre risas el brazo de Aureliano y se lo llevó sin decir una sola palabra.
—Quiero ver que lo hagas, maldito Aureliano suertudo...
No había pasado ni una semana cuando Aureliano tocó a la puerta del departamento de Carlos y entró mostrando un boceto con fórmulas, ecuaciones, dibujos y diagramas que el literato no logró entender.
—¿Qué es esto? —preguntó Carlos, desconcertado.
—Eres tú bailando. ¿Qué no está clarísimo?
—Ajá, clarísimo...
Aureliano se dirigió al escritorio de Carlos y, con la cara más despreocupada del mundo, tiró al piso todos los libros que le impedían poner su boceto sobre él.
—¡Ah! ¡En serio estás demente! Tirar a Pacheco así... A Sábato... ¡Mira cómo has dejado las hojas de Saramago!
—No sé quiénes son esos sujetos, ni me interesa.
—No sé quiénes son esos sujetos... —arremedó Carlos, levantando con cuidado cada uno de los libros—. Lo siento, pequeños...
—Y me dices loco a mí...
—¡Porque estás loco! —chilló Carlos.
—Tú también estás loco —Aureliano tocó con insistencia el escritorio—. Ya pues, ven para explicarte.
—Espero que sea algo lo suficientemente bueno para remediar lo que hiciste... —Carlos colocó los libros sobre su cama.
—No seas exagerado. Y sí, sí lo es.
Haciendo uso de tecnicismos científicos (los únicos que Carlos desconocía) Aureliano le explicó su idea y proyecto a Carlos, quien, al finalizar el otro, quiso estar seguro de haber entendido bien.