Después de hablar casualmente por primera vez, nos seguimos llevando muy bien. Pero para mí no fuiste más que un compañero bastante simpático, al igual que (quiero suponer) lo fui yo para ti. Conforme pasó el tiempo te observé mejor y me llamó la atención tu generosidad, tu tranquilidad, tu humor y tu pensar. Pero lo que realmente hizo que me llegaras a interesar, fue tu magia.
Tus trucos, sumados a que adivinaras mis pensamientos y mi información personal, provocaron en mí una fascinación indescriptible. Eso hizo que te quisiera hablar, que te quisiera conocer. Quería averiguar qué clase de magia podríamos realizar juntos. Porque aunque no fuera evidente, a mí también se me daba muy bien la magia, y me entusiasmaba creer que si nos juntábamos, podrían suceder eventos extraordinarias.
Un buen día fuiste a mi casa para hacer una tarea y hablamos sin parar. Se suponía que otros amigos nos acompañarían, pero al final sólo quedamos nosotros dos. Descubrimos que teníamos muchas cosas en común y eso hizo que mi manera de verte se tornara aún más especial. Hablamos sobre asuntos personales, el misterio de los sueños, experiencias sobrenaturales y demás temas poco usuales para dos personas que apenas se dan a la tarea de conocerse.
Aprovechando el momento, saqué a flote el tema de la numerología; en realidad de ahí surgía la raíz de mi interés. Yo era siete, el número mágico, y presentía que tú también lo serías (pues además de todo, era tu número favorito). Que serías siete, o mejor aún, once, un número aún más mágico. Te instruí para que sacaras tu número y me asomé para ver el resultado que habías anotado en mi libretita. Apuesto que me puse pálida cuando el número once se reflejó en mis ojos. No me lo creí. Abrí mi libro de numerología en la descripción del número once para enseñártela y tras leerla afirmaste que sin duda te describía a ti.
A pesar de haberme emocionado y haberte dicho tonterías como "¡lo sabía, eso lo explica todo!", cuando te fuiste no pude evitar confirmar el hecho. Supongo que todo me pareció demasiado maravilloso para ser verdad. Dejé caer la libretita y por un instante deseé no saber sumar: sí que te habías equivocado. No eras once, eras cuatro. Y a pesar de que el cuatro era un número hermoso por ser el número del amor, me desilusioné muchísimo. Te dije la verdad por chat y me dijiste que en realidad ya estabas enterado de tu error.
—¿Por qué no me dijiste? —te pregunté, desconcertada.
—Porque quiero ser once. Estaba bien siendo once —me respondiste sin rodeos —. Quizá podamos escoger.
Acepté la situación y decidí que ya no catalogaría a las personas dependiendo del número que les saliera. Concluí, además, que no era necesario ser siete u once para ser mágico. Seguimos platicando como si nada de eso importara.
Después de aquél evento comencé a sentir atracción hacia ti, aunque no estoy segura si romántica. Tan sólo sabía, intuía con certeza, que había sido por una razón con gran significado por la que nos habíamos conocido. Incluso me atreví a pensar que había sido para estar juntos.
Esperé alegre a verte en la escuela el día siguiente, pero faltaste. Espere al siguiente, pero faltaste otra vez. Te pregunté qué pasaba y me dijiste que ya no irías más, que preferías enfocarte al trabajo y ahorrar para entrar a la carrera que realmente te interesaba. Bienvenida, segunda desilusión; ya me había imaginado cómo serían los días contigo: magia por aquí, magia por allá.
Pero fue gracioso, porque de alguna forma ya lo veía venir. Me pregunto quién de los dos se habrá perturbado más por aquello; por haber soñado que desaparecías de la escuela y que, a pesar de buscarte por todos lados, simplemente no te encontraba. Quién diría que sería porque de verdad ya no irías a la escuela. Pero bueno, seguiríamos en contacto, seguiríamos contándonos nuestros sueños y compartiendo nuestros cuentos, seguiríamos hablando de Dios y demás cosas místicas y sobrenaturales. Sí, en eso habíamos quedado.
O por lo menos eso pensé porque me creí especial, lo cual cambió cuando descubrí que tu gentileza e interés no eran exclusivos para mí. Por supuesto que no, vaya idiota por pensar que lo eran. Apenas había entrado en tu vida, no era más que un extra. Tal vez nuestro encuentro no tenía ningún significado espectacular como creía. Tal vez en realidad nuestra relación no sería la gran cosa. Comencé a sentirme mal y preferí deshacerme de toda expectativa.
Los días pasaron y nos seguimos hablando por chat, pero no tanto como imaginaba y sin deseo alguno por mi parte. Retorné a mi estado natural: tranquilidad y vida carente de dramas. Sí, así estaba mejor. Pero pensándolo bien, lo más seguro es que nuestra relación (si es que se daba alguna) no fuese un drama, sino una relación bastante madura. Fruncí el entrecejo, no tenía caso pensar en eso. No lo tenía.
Para despejarme fui a un centro comercial y curioseé en las tiendas. Vi la cartelera del cine. Tú amabas el cine. Entré a una librería. De inmediato me encontré con un libro sobre el significado de los sueños. Salí. Unos niños pasaron con una pelota de futbol (tu deporte favorito) y no supe si lo que me sorprendió más fue darme cuenta de que los colores del balón eran blanco (tu color favorito) y amarillo (mi color favorito) o que los números marcados en los uniformes de los niños eran cuatro y siete respectivamente.
Había magia, definitivamente había magia. Un pensamiento fugaz cruzó por mi cabeza: "¿Y si está aquí?". Cerré los ojos con pesar y me dejé de tonterías. Decidí que lo mejor para silenciar mi mente sería comer, así que degusté un delicioso espagueti con la cara más despreocupada del mundo. Cuando salí del restaurante, me topé con un hombre que realizaba trucos de magia para unas niñas. Me dio un escalofrío.
—No puedo creer que hayas pensado que es mejor que yo.
Mis ojos se agrandaron y voltearon a ver la cálida mano que reposaba sobre mi hombro. Sonreí como una chiquilla. Ahí estabas tú. Tan simpático, tan tranquilo, tan mágico.