II

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El zorro estaba desnudo en su bañera vieja, tenía un sinnúmero de grietas que solo eran ocultadas con tapagoteras que, de vez en cuando, filtraban haciendo un charco a su alrededor. Flotaba con los ojos abiertos en infusiones aromáticas preparadas por él con anterioridad, como si estuviera muerto. Se encontraba taciturno mientras las horas transcurrían con letargo anticipado desfavoreciéndolo ya que él quería que pasara más rápido. Eran las seis de la mañana cuando se dio cuenta que no tenía otra salida.

—¡Carajo! —dijo—. Nunca pensé que me juntaran con alguien, y por la fuerza. —Se puso de pie y salió de la bañara ensopado en agua y empapando el lugar que recorría dejando un camino oloroso de agua que terminaba en el catre.

Estaba agotado aun después del baño trémulo y frío. No había dormido bien en la noche a pesar de imprudente promesa de Judy de hablar con él sobre la situación que se les presentó. Se quedó de pie sin pensar nada, chorreando agua por su espeso pelaje que se hacía pesado por la carga de humedad.

Su transe fue interrumpido por un sonido; era su celular que sonó, pero estaba en la mesita de noche coja, muy a la orilla. En el retumbe de la vibración el aparato se desplazó solo, como dejándose llevar por la leve brisa que entraba desde la claraboya, hasta que cayó con estrépito en el duro y frío suelo de la habitación, Nick, aunque quiso evitar la tragedia, no pudo llegar a tiempo; al tratar de ir con apresuro hasta la mesita, debido a los charcos dejados por él mismo por no secarse, cayó con alboroto pasando a unos centímetros del canto de la cama. Estando en el suelo tomó el celular casi sin respirar e ignorando el dolor que recorría su espina dorsal y que provenía de su pata derecha. Resolló tranquilo al ver que éste estaba bien. Vio el número que lo llamaba percatándose que se trataba de su compañera.

Le devolvió la llamada esperando alguna noticia, buena o mala, ya que ella solo lo llamaba por esas dos razones.

Al contestar, Judy le dijo que recibió un mensaje, que tenían que ir a otro lugar que no fuera la estación y que era obligatorio para los dos, también le dijo que lo estaría esperando en la plaza que estaba en frente de su lugar de trabajo. Le preguntó por qué la urgencia de la aparente reunión, «No sé con certeza, pero al parecer tiene que ver con lo que nos dijeron ayer», dijo.

No había nada más que conversar así que colgó. Todavía seguía desnudo y tirado en el piso de su habitación mientras cavilaba, quedose un tiempo así, en la penumbra asediada por los candiles tenues de electricidad que colocaba en lugares estratégicos para iluminar toda la casa. Se levantó y se sentó en la cama observando su celular e intentando ordenar sus ideas. Aunque él era impertérrito, no dejaba de pensar que las inseguridades que sentía se debían a un leve sentimiento de miedo al futuro incierto que lo acechaba sin sigilo.

—No tengo muchas opciones —pensó.

Buscó la toalla y comenzó a secarse. Se vistió con su traje de policía almidonado que carecía de lujo y de honor, a como él lo miraba en esos momentos, ahora era como un traje de presidiario. «No veo mucha diferencia entre los presos y yo.» Le habló al espejo sonriendo y terminándose de colocar la corbata azul de lino frente a un espejo, viejo y quebrado, como su orgullo. Bañó de agua florida una toallita y la metió dentro del bolsillo izquierdo del pantalón, ha como era su costumbre, para después estar restregándola por sobre todo el pelaje de su rostro y nunca perder el exquisito aroma que lo caracterizaba.

Salió de su casa, ocupada por él desde hacía mucho tiempo. Habitaba allí no por lo económico del lugar, si no por lo silencioso que lograba ser en las noches y en los días. Sus vecinos eran perfectos, según él; ni siquiera los conocía, pero sabía que estaba allí por los escasos pasos de pezuñas pesadas que se escuchaban por las madrugabas, cuando apenas rayaba en el horizonte la luz del alba. También le gustaba por el simple hecho de ser sencillo, «La sencillez es mi tarjeta de presentación», decía con recelo cada vez que le preguntaban del porqué del aspecto de su vivienda. Lo que no decía era que en realidad escapaba de todo lo que tenía que ver su pasado turbio y de los acosadores que por un tiempo lo anduvieron buscando cuando se salió de alguno que otro trato malogrado. Fue su asilo de aislamiento de paz pretenciosa. Era común verlo cavilando sobre distintas cosas y leyendo cualquier libro que pasaba en sus patas, además, la despoblación de la calle le hacía posible pasearse solo en calzoncillos por todas las ventanas durante el día, o quedarse de pie en la ventana solo cubriéndose con una toallita que se colocaba en la cintura, que bailaba al ritmo en que él se movía al atardecer; y por las noches de verano calurosas, caminaba desnudo buscando donde colocar la colchoneta procurando encontrar la parte más fresca de su cuarto.

El raro hilo rojo de la cienciaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora