VIII

437 45 49
                                    

La vieja fábrica era donde antes él y Nick se reunían para planear sus negocios, un ambiente oscuro dominaba el lugar, casi funesto; la infraestructura estaba deteriorada, sucia y vacía hacia parecer que el tiempo se había detenido en ese lugar con olor ferroso. Estaba en los límites de la ciudad, erecta y prominente, con una cúpula que acero que servía de techo a la cual le hacían faltas varios pedazos y por donde se escapaban los recuerdos y las desdichas de quienes lograron sobrevivir al terremoto.

Finnick llegó a la otra prevista, abrió la puerta con facilidad, pues bastaba con un solo empujón para que se viniera completa, se sentó en una vieja lata vacía que estaba tirada en la recepción del edificio, el aire, pesado y estresante, lleno de malos recuerdos, fue una excusa excelente para sacar un pequeño habano de sus bolsillo encendiéndolo y dando una gran bocanada de ese fragoroso y aliviane humo. Casi no durmió pensando en lo que Nick le habló, el sueño se esfumó recordando también la vez en que llegó a cuidarlo pensando que moriría.

Recordó aquel instante en que lo vio, sentado en la banca, solo y sucio, con lágrimas en los ojos y fragante de pobreza y tristeza. Le admitió varias veces que se le acercó con lastima, pero esa lastima llegó a convertirse en cariño, y ese cariño en amor. No fue fácil admitirlo a si mismo que le tenía demasiado aprecio a ese zorro, pero cuando lo comprendió no dudó en ayudarlo en todo lo que podía incluso si eso era peligroso o iba contra la ley.

Sonrió.

Recordó aquellas largas charlas en donde Nick, joven e improvisto de experiencia, le hacía toda clase de preguntas, que como era que funcionaba el clima en la ciudad, porque estaba tan helado si todavía era verano, que porque no crecía...algunas veces fueron tantas que lo agobiaron, mientras que en otras ocasiones Nick le contaba su vida, le contó acerca de Tobías, de cómo era la vida fuera de la ciudad y hasta de algunas experiencias que juró guardarlas en el baúl del secretismo mutuo. Siempre agradeció la plena confianza que este le tenía, pero esa misma confianza era la que a veces le impedía dormir, llegando a pensar, por breves llamadas, que incluso estaba preso o peor aún, lesionado en un hospital o en la morgue.

Esa vez, su experiencia le decía que de verdad la cosa era seria.

Finnick estaba al tanto de todo lo que sucedía en las calles, dentro y fuera de las instalaciones estatales e incluso la gran mayoría de los secretos que muchos ignoraban. A sus oídos llegó antes que nadie la noticia de la Ley de crías que según él, era un problema de la generación actual, que estaba demasiado viejo para pensar en eso. No advirtió nada, pero nunca pensó que todo se volvería tan caótico.

Reflexionó un poco, dio una bocanada de aire, suspiró.

Caviló mientras se veía el musgo pegado en la pared de la fábrica. Estaba dispuesto a lo que fuera para ayudar a su amigo.

Escuchó un estruendoso chirrido provenir de la entrada principal y vio a Nick entrar con unos lestes, una gabardina larga y un sobrero, todo de color negro que lo hacía verse sospechoso.

—Nunca cambias —dijo.

El zorro se quitó los lentes y buscó un asiento. Se miraba alterado y eso inquietó a Finnick.

—¿Sucede algo?

Nick lo vio.

—¿Lo contactaste?

—Sabes que puedes confiar en mí, no fue fácil encontrar a ese médico.

Nick le agradeció.

—No tengo mucho tiempo, esta cosa que tengo en la muñeca me delatará, así que tengo que ser rápido y te pediría también que evites comentarle esto a Judy, yo le diré cuando mire que sea necesario.

El raro hilo rojo de la cienciaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora