Prólogo

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Hace veinte años...

En las afueras de Phoenix, Estados Unidos; en un pueblo sin nombre, en un convento con historia, bajo la gran tormenta precipitada de la noche, se logra escuchar un atormentado y ensordecedor llanto de bebé que les hace saber a las monjas del convento que, ya había llegado al mundo. Todos habían escuchado los gritos de la mujer, mezclado con el torrencial diluvio que había afuera mientras estaba en trabajo de parto, la ansiedad y la angustia por el dolor que sentía la joven los había puesto, a la mayoría, muy nerviosos. Los que conocían bien a la joven, los que tenían una estrecha relación con ella, no dejaban de caminar de un lado a otro.

Elisabeth había llegado una noche bajo otra tormenta, parecía que la mujer se regía a través de ellas, ya estaba embarazada de un mes y medio, se escapaba de alguien o de algo, nadie lo sabía, pero nadie hizo preguntas, sabían que la joven necesitaba ayuda, refugio y comida, y fue eso lo que le brindaron, un lugar cálido para poder pasar el tiempo de su embarazo en calma. Muchas monjas habían formado un leve vínculo con ella, eran las monjas jóvenes, las que estaban fascinadas con la mujer que había llegado de Inglaterra con su extravagante acento galés. Su pelo rubio oscuro y, unos hermosos y grandes ojos verdes que podían enamorar a cualquier hombre y hacerlo caer de rodillas con solo una leve mirada.

­- ¡Es una niña! -gritó la monja superiora que sostenía a la bebé recién nacida, mientras hacía espacio para que otra de las monjas cortara el cordón umbilical-. Felicidades, Elisabeth, es una preciosa niña -le dijo la monja con sus ojos aguados por la emoción. El silencio por parte de la madre, le hace levantar la vista de la niña para mirar a la mujer - ¿Elisabeth?

Elisabeth tenía sus ojos cerrados, su pecho ya no subía y bajaba. Su cuerpo yacía inerte sobre la camilla, ya no había gritos, lamentos, ni respiraciones apresuradas. Ya no había nada más que una última lágrima cayendo por el dorso de su ojo derecho rodando por su sien hasta perderse en la mata de su cabello rubio, cuan si fuera un suspiro.

Una de esas monjas sabía toda la verdad, sabía por lo que había pasado la joven. Elisabeth le había contado poco antes de que diera a luz, el porqué de su huida y de quién huía. Elisabeth era muy consciente que no iba a sobrevivir al parto, lo había visto en sus sueños, los mismos que le habían hecho llegar hasta ese convento. Los mismo que le habían mostrado a ese hombre de cabello, un poco largo y oscuro, y ojos del verde más intenso que una vez haya visto. Lo había divisado y sabía que debía llegar a él para que su hija estuviera a salvo, pero ese convento era lo más lejos que pudo haber llegado. También sabía que debía estar lo más lejos posible del hombre rubio y ojos como el hielo que veía en sus sueños, él era el malo. Debía mantener a su hija lo más lejos posible de ese hombre. Pero ella no podía hacer ese trabajo, había observado que su corta vida llegaba a su fin y necesitaba confiar en alguien más para que pudiera mantener la vida de su niña a salvo, y esa persona, había sido la monja Malía; una joven que había llegado cuando niña de Hawái con su abuela, luego que un tsunami acabara con su precaria casa y se llevara a sus padres en el proceso.

Elisabeth no sabía muy bien de dónde venían esos sueños y porqué debía mantener a su hija fuera de todo eso, pero su instinto materno le decía que nunca se detuviera y no lo hizo. No al menos hasta después de traerla al mundo.

Elisabeth ya no respondía, las monjas a su alrededor lloraban y se lamentaban por su muerte al tiempo que se persignaban y pedían por el alma de la joven. La niña ya no lloraba, solo se chupaba el dedo pulgar con insistencia todavía teniendo los ojos cerrados y cubierta en una manta blanca. La monja que la sostenía en brazos, posó sus ojos en ella y se dio cuenta que Elisabeth no le había elegido un nombre.

IvorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora