Secreto de vida y muerte

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Ocho décadas es tiempo suficiente para envejecer a cualquiera, incluso a un chico de diez años.

Ignacio se veía como un niño, pero cuando hablaba, su expresión evocaba a la de un anciano. En poco tiempo, aquello llamó la atención de Griselda —su nueva asistente social—, quien terminó dándose cuenta de que el pequeño que supervisaba, escondía algún secreto.

El cuarto del orfanato donde se alojaba, estaba siempre pulcramente ordenado y la cama parecía no haber sido usada en mucho tiempo, de tan bien tendida que estaba.

—Nacho, no entiendo muy bien qué te pasa, pero yo te puedo ayudar... si tan solo me contaras... —le dijo, después de haberlo visto algo apagado durante la visita.

—Agradezco la buena intención, Griselda, pero lo que yo tengo, no tiene solución —le respondió el niño, y sus palabras parecieron las de un viejo abatido.

El chico dio un largo suspiro y se quedó pensativo. Desde aquel funesto día en que fue condenado a la muerte en vida, no había vuelto a confiar en nadie. Quizá ya era tiempo de volver a creer.

Griselda era una joven muy dulce, que parecía realmente preocuparse por él. Tal vez podría cumplir el rol de madre y protegerlo, para que ya no lo enviaran a más hogares de acogida.

Con el tiempo se había tornado cada vez más difícil pasar por un niño huérfano. Con tanta tecnología y entrecruzamiento de datos, no podía permanecer mucho tiempo en aquellos hogares: enseguida alguien notaba que no crecía; y nunca faltaba aquel que lo reconocía de haberlo visto décadas atrás.

Sí, quizá transformar a Griselda era lo mejor. Volvería a tener una familia y ya no tendría que vivir huyendo.

—¿Por qué no me contás?, a lo mejor no es tan malo como parece... —insistió la joven, que no hacía mucho se había recibido con honores, debido a su profunda vocación de servicio. Le sonreía tiernamente y lo miraba con verdadera preocupación.

A Ignacio se le estrujó su seco corazón. La joven era en verdad una buena persona, compasiva y dedicada a los más necesitados. Con toda la vida por delante, seguramente tenía sueños y proyectos. Podía querer casarse y tener sus propios hijos. ¿Realmente iba a ser tan vil de arrebatarle su futuro, como lo habían hecho con él, cuando era solo un niño?

Debía tomar una decisión. Tenía que escoger: seguir como hasta ahora —huyendo, escondiéndose y alimentándose a veces—, u optar por el camino fácil y egoísta de transformar a Griselda y tener una vida mejor a su lado.

—Está bien —pronunció, rompiendo el largo silencio—. Prometo contarte todo esta noche.

La mujer se sorprendió.

—No nos vamos a ver hasta la semana próxima, Nacho. Y además, aunque quisieras verme, ¡no sabés dónde vivo! —argumentó, divertida.

Ignacio guardó silencio, en tanto se decía a sí mismo que era un ser despreciable. Él sabía perfectamente dónde vivía Griselda, y dónde, esa misma noche, moriría.

***


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