Capítulo 2.

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—Desde luego... No podemos dejarte solo ni un momento –habló María limpiándole las heridas de la cara–. ¿No sabes asistir a una fiesta sin que hayan golpes de por medio?

—¡Pues si no es culpa mía! –dijo Keegan, quien no hacía más que quejarse al notar el algodón que le ponías la morena en las heridas, impregnado de alcohol–. Las culpables son las tías que se me acercan, que se olvidan de repente de que tienen novio. Y claro, luego llegan ellos y se arma la de Dios.

—Pero tú sabes perfectamente lo que pasa siempre –le repliqué, mientras llegaba y me sentaba a su lado tomándome un zumo de uva. Estábamos en una zona donde apenas había nadie, en una esquina de la sala–. Eres como un imán para las chicas con pareja. ¿Acaso no sabes preguntar si tiene novio?

—Me parece demasiado atrevido por mi parte. Sería muy... de imbécil.

—¿Imbécil? Oh, bueno, en ese caso, mejor que te desfiguren la cara tíos de dos metros de alto –ironizó mi amiga mientras terminada de curarle.

Keegan ya iba a replicar, cuando escuchamos que la música paró y una chica gritaba desde la puerta de entrada.

—¡LA POLI!

En ese momento todos empezaron a correr, intentando salir del lugar. Entre María y yo cogimos al rubio para ayudarle a andar, pasando sus brazos por nuestros hombros. En realidad, no sabía exactamente el por qué de huir, pero supuse que alguien se había quejado del ruido.

Cuando ya estábamos avanzando por el jardín principal, nada más salir por la puerta, la policía llegó con los coches patrulla, arrestando a varios adolescentes que estaban en la fiesta.

Nosotros incluidos.

María no paraba de dar vueltas por toda la celda en la que nos habían encerrado. Había hecho más preguntas que un test para sacarte alguna licenciatura o alguna encuesta, donde cada pregunta era más absurda que la anterior y los agentes habían pasado completamente de su cara - por pesada, más que otra cosa -, lo que hacía que se alterase más.

—¡Abridnos! ¡No hemos hecho nada! ¡¡Exijo un abogado!! –exageraba, dándole a los barrotes de la celda con una taza de metal que había allí. Como en las películas, tal cual.

—¿No puedes decirle a tu amiga que se calle un rato? –me preguntó Oscar, compañero mío de clase. Nos conocíamos desde primaria, pero nunca habíamos sido íntimos amigos.

— No se va a callar. Ya lo he intentado. Pero bueno... –me acerqué a la ahora histérica de mi amiga–. María, escúchame: ya he llamado a mi prima. Vendrá en seguida, así que... ¡CÁLMATE!

Se tiró al suelo, aún agarrada a los barrotes y se puso a gesticular en silencio.

Me puse a hablar con varias amigas que estaban allí con nosotros, cuando escuché, inconscientemente, una conversación telefónica que estaba teniendo uno de los policías que había en comisaría.

Al parecer, y por lo que pude entender, se les habían vuelto a escapar alguna especie de banda que llevaban mucho tiempo intentando dar caza: un grupo que se dedica a hacer destrozos en sitios públicos de la ciudad y alrededores.

No tenía ni idea de por qué me había parado a escuchar esa conversación, ni por qué se me había erizado el bello de los brazos nada más oírla.

En ese momento entró mi prima por la puerta de comisaría. Fue atendida por un agente, pagó la pequeña fianza por nosotros tres y salimos de allí.

—Es increíble que haya tenido que pagar yo vuestra fianza –nos replicó, visiblemente enfadada–. Me ha dicho el comisario que os detuvo porque un vecino de la casa donde estabais de fiesta avisó de que había jaleo: peleas y música muy alta. Que esa es otra, ¿qué hacíais en una fiesta un lunes por la noche? ¡Son las dos de la mañana! A veces parecéis críos.

Y de repente, apareciste. [PAUSADA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora