La fría brisa del océano acaricia mis hombros
desnudos y siento un escalofrío. Ojalá hubiera
seguido el consejo de mi compañera de habitación y
hubiera cogido un chal para esta noche. No llevo ni cuatro días en Los Ángeles y todavía no me he
acostumbrado a que en verano la temperatura cambie según la
posición del sol. En junio en Dallas hace calor; en julio, más calor, y en agosto es un infierno.
En California es distinto, y más junto a la playa. Lección número uno en L.A.: lleva
siempre un jersey si vas a salir por la noche.
Claro que también podría entrar en la casa y volver a la fiesta.
Mezclarme con los millonarios. Charlar con los famosos. Contemplar los cuadros como es de
rigor.
Al fin y al cabo se trata de una fiesta de
inauguración de una exposición y mi jefe me ha
hecho venir para
que conozca, salude, charle y seduzca. No para
que disfrute del panorama que parece cobrar
vida ante
mí: las nubes de un rojo intenso que estallan
contra un cielo color naranja pálido y las olas
azul-grisáceas
que rielan con reflejos dorados.
Me agarro a la barandilla y me inclino un poco,
atraída por la intensa e inalcanzable belleza de
la
puesta de sol. Lamento no haber traído la vieja
Nikon que conservo desde el instituto, pero en
todo caso
no habría cabido en mi diminuto bolso de
fantasía. Además, una funda de cámara enorme
y un vestido
negro de cóctel son dos cosas que no pegan ni
con cola.
En cualquier caso me hallo ante mi primera
puesta de sol en el Pacífico y estoy decidida a
inmortalizar el momento. Cojo mi iPhone, saco
una fotografía.
—Casi parece que los cuadros que hay dentro
no valgan nada, ¿no?
Reconozco aquella voz grave pero femenina y
cuando me doy la vuelta me encuentro con
Evelyn
Dodge, una actriz retirada convertida en
representante y reconvertida en mecenas. Mi
anfitriona de esta
noche.
—Lo siento, sé que debo parecer una de esas
turistas tontas, pero es que en Dallas no
tenemos
puestas de sol como esta.
—No te disculpes —me contesta—. El banco me
la cobra todos los meses con el recibo de la