La reina de Uxmal

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Desde la primera vez que fui a su casa habían pasado unos tres meses. Tal vez un poco más.

Lo que al principio parecía una exclusividad dentro de esas cuatro paredes fue evolucionando con el pasar de cada uno de esos buenos besos y apacibles caricias. Era como tener una fortuna al alcance de mis manos, solo que no era una fortuna sino su mano junto a la mía. Aunque de cualquier forma, para mí, era lo mismo ella que un tesoro. Invaluable.

Ya no solo el sofá y esa radio de color rojizo eran testigos de lo que pasaba. Estábamos decididos a caminar hacia adelante en serio, juntos en la misma dirección, o por lo menos de esa forma lo veía dentro de mi enamoramiento.

Dicen que el ser humano logró llegar a la luna en 1969, pero la altura que sentía estar cuando ella me miraba era mucho más descomunal.

Lo malo de estar a esas alturas es que no te das cuenta cuando empiezas a caer.

Llegaba otro fin de semana, lo que normalmente era sinónimo de un poco de distancia entre ambos pues ella debía pasar tiempo con sus padres que siempre estaban ocupados por sus trabajos. Pero esta vez habíamos planeado algo distinto: decidimos ir a la playa ese domingo. Destino preferido por ella casi en su totalidad pero que yo aceptaba sin problema alguno.

Pasaron las horas hasta que se hizo presente el ansiado momento, y como cuando es el primer día de clases en la escuela, la emoción de despertarse temprano se apoderaba de mí a plenitud. Una emoción inexplicable.

Desde cada una de nuestras casas nos fuimos a eso de las ocho de la mañana a una playa de las que está cerca de la ciudad. Quedamos en encontrarnos cerca del muelle, el cual era un punto de referencia por excelencia.

Puntualmente -como uno de mis adjetivos- estaba a la hora acordada. Pasaron unos quince minutos hasta que ella hizo acto de presencia, con ese hermoso cuerpo que atraía miradas de la multitud. Me sentía halagado de ser yo quien la esperaba entre tanta gente.

Mientras caminábamos por la orilla, sentía la arena bien caliente, pero no lo suficiente como para prestarle más atención que a quien tenía a mi lado. Buscamos un puesto donde sentarnos, me la pasaba haciendo muestra de cualquier ocurrencia solo por mantener esa sonrisa en su rostro; sonrisa que me motivaba cada día.

Era fascinante el hecho de ver como el sol intentaba imitar el brillo de sus ojos.

Pero después de un par de horas su mirada empezaba a estar perdida, y como es normal en esos casos donde abunda la inexperiencia, no quise darle demasiada importancia para no complicar el momento. Dentro de mi mente, eso podía ser una idea errada de mi parte.

Pero su sonrisa empezaba a desvanecerse, y como es normal en esos casos, empezaba a preguntarme qué era lo que pasaba.

Le costaba disimular lo que era inevitable. Un minuto de silencio entre ambos le dio el empuje necesario para expresarse, como sucedió unos meses atrás en la primera de aquellas tardes.

«Necesito que lo nuestro quede hasta aquí».

Lo recuerdo con una claridad absoluta. La caída libre desde las alturas había empezado y mi preparación era totalmente nula.

Me faltaban las palabras. No sabía qué decir para enfrentar lo contundente que fueron las suyas. Era una sensación de vacío que no me dejaba actuar o articular una respuesta. Con los ojos vidriosos escuché disculpas y poco más pues mis sentidos se fueron a otro lugar.

Con el mismo silencio y falta de entendimiento del porqué se había acabado todo, no me quedó más que actuar como un fantasma, regresando de la playa antes de tiempo y apenas acompañándola hasta su casa, aunque en realidad fue hasta un par de cuadras antes. No quería hacer la mala sensación del momento más duradera.

Estaba tan destrozado que no recuerdo cómo pude irme a casa. Debía parecer un muerto viviente como los de las películas de terror.

Se hizo la noche. De algún modo estaba en casa; eso sí, hecho pedazos. Cada una de sus pupilas me había disparado a quemarropa, a matar de verdad esta vez, con toda intención.

En medio de lo destrozado que estaba, ocupé la mayor parte de mi tiempo en dormir para no pensar -en lo posible- en absolutamente nada. Había faltado tres días a la universidad, con un supuesto malestar gripal como excusa. En esos días, prácticamente no salía de mi habitación. Ignoraba por completo el exterior.

El inexistente acercamiento entre ambos por cualquier medio me ayudaba bastante.

La cuarta noche, de golpe, todo tuvo sentido. Si es que se puede usar esa expresión en este caso.

Por medio de una foto pude notar que ella había vuelto con el responsable de su mal de amor, aquel del cual me había ocupado de consolarla hace un tiempo atrás. Ese responsable de que sus lágrimas inundaran nuestras primeras conversaciones. Ese responsable de las mentiras que la habían dejado devastada. Ese sujeto que, supuestamente, le daba felicidad de nuevo.

Aún estaba en plena caída libre y el sentimiento de impotencia era insoportable.

Había pasado una semana del suceso y me la pasaba buscando esa emisora en mi radio mientras me hundía en el abismo donde me habían empujado. Tan solo quería escuchar un poco de lo que me había quedado en algún lugar recóndito de mis recuerdos, aunque en realidad ella misma me hubiese enseñado que todo eso nunca me perteneció.

La tristeza era el único resultado en mi búsqueda de lo absurdo.

Y dentro del repertorio de las canciones que escuchaba en ese entonces, había una que me hacía pensarla. La reina de Uxmal, esa canción que me inspiraba, que me hacía recordarla con tanto dolor.

Esa que de pronto decidió que sus besos eran para alguien más y que su radio no escuchara nunca más.

Una noche decidí llamarla para ponerle fin a la melancolía. Para dedicarle unas últimas palabras en un intento desconsolado de resucitar del desaliento.

Sabía que me iba a resultar casi imposible hilar palabras al escuchar, después de tanto, aquella voz. Era difícil tener tantas cosas para decir sin haber olvidado cada una de esas tardes juntos.

Marqué su número de teléfono y pocos segundos después ella atendió.

Respiré profundo, pues era el momento.

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