Tardes como aquellas

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Con audacia, me encontraba tocando su puerta. No más de seis segundos pasaron para que ella abriera. Daba por comprobado un sosiego en ella, producto de la evidente tristeza en sus ojos.

Me di cuenta que no había necesidad de palabras en ese instante. Ella estaba ahí parada, esperando que yo entrara a su casa. Un beso en la mejilla fue nuestro saludo.

Una vez dentro, me invitó a tomar asiento en el sofá de la sala. Por iniciativa propia, me buscó un vaso con agua. Di gracias al recibirlo mientras me acomodaba. Estaba cumpliendo con mi objetivo de disimular la inquietud por tal acontecimiento, como lo era estar a solas con ella sin saber lo que iba a pasar.

Sentada a mi lado, se desparramó sobre su puesto con lágrimas en sus ojos. Inmediatamente puse mi brazo derecho por encima de su hombro en un intento de abrazo. Le pedía que se calmara para poder hablar pues no sabía bien qué había pasado.

Dio un respiro.

Empezada la conversación fui entendiendo todo lo que debía entender. Su desdicha era a causa de un mal de amor. Y en amor estaban hechas mis intenciones. Puede que en un mal momento, pero entre su realidad y la mía, uno bueno.

No podía hacer más que escuchar. Mi presencia se basaba en darle apoyo para que ella desahogara sus lamentos. De mi parte, el silencio estaba a la orden del día.

Pero una radio encendida, que posaba encima de uno de los muebles de la sala, estaba tratando de distraernos. La misma sintonizaba un programa que, a pesar del denso ambiente, cada tanto nos lograba sacar una sonrisa por los pésimos chistes de la locutora y la música tan pésima que colocaban.

Sin querer, esa presencia sonora era ideal. Era un rayo de luz dentro de un oscuro túnel el simple hecho de verla sonreír, aunque sea un poco, gracias a esa radio.

No puedo negar que mis ganas por besarla eran inmensas, pero el miedo a arruinarlo por hacer ese valiente acto, lo era aún más.

Lo importante era poder hacerla sentir bien. Demostrar que podía estar para ella en los momentos malos. Pues para ganarme su corazón, ese era el primer paso.

Pasadas unas tres horas de conversación la calma se adueñaba de su rostro, y a su vez, del mío. Con una leve sonrisa me indicó que era un poco tarde, por lo cual entendí que debía irme por más que no quisiera, pues sus padres no demoraban en llegar.

Nos acercamos a su puerta para despedirnos.

Pero al parecer mi sorpresa no acababa.

No puedo dar un concepto preciso de qué es la felicidad, pero estoy seguro de que lo que sentí al momento en que ella me dio un beso mientras me preguntaba si podía volver a su casa una tarde más, justo al despedirme en ese momento, debe serlo.

Había escuchado eso que deseaba con tanto anhelo; había probado lo dulce de un beso suyo; ella me había hecho realidad un sueño en ese momento. Era la oportunidad de mi vida. Esas palabras y ese beso me dibujaron una de las sonrisas más grandes de la historia.

Al irme a casa, en el camino de vuelta, lo supe. Ella lo había hecho una vez más. Me había disparado con esa mirada; esos ojos deslumbrantes que me podían. Quién iba a pensar que un ser humano pudiera tener tanto poder en solo una mirada.

Hasta escritor me volvió, pues esa misma noche empecé a escribir poesías en su nombre; letras, versos y cualquier intento de expresión literaria que me permitía manifestar lo que sentía con solo pensarla.

Aunque todos esos escritos quedaban en lo más recóndito de mi habitación por miedo al rechazo. Una parte de mi mente aún no se lo creía.

Llegado el viernes por la tarde fui de nuevo a su casa.

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