Si pudiera resumir en pocas palabras mi etapa universitaria lo primero que diría es que eran tiempos en los que usualmente no tenía demasiadas opciones. Muchas veces fueron pocas las opciones, en realidad.
Hasta creo que eso pudiera ser parte del lema de aquellos días.
Y ese miércoles en el que comenzó esta historia no fue la excepción.
Esa mañana me encontraba en el instituto. Faltaban pocos minutos para el mediodía y el sol se posicionaba justo en mitad de un cielo azul despejado -como es habitual en mi ciudad- mientras esperaba sentado en una de las tantas escaleras del lugar. Estaba en uno de esos descansos entre clases, que de vez en cuando, usaba para estudiar o para pensar en cualquier trivialidad.
Aunque dentro de mi personalidad no destacaba ser el más social de todos, puedo decir que amistades no me faltaban. Desde el hecho de ser bueno explicando lo poco que podía saber hasta por ser uno de los que siempre contaba con una ocurrencia eran las razones de aquello.
Escuchaba un poco de rock alternativo a través de mis audífonos, los cuales me resultaban tan indispensables como un fusil en una guerra, pues entre tanta gresca alrededor, siempre es necesario un escape.
Haciendo un repaso por mis pensamientos durante la reproducción de una de las canciones del repertorio, recordé buscar mi horario entre los apuntes. Quedaba una última clase para concluir ese día y la misma empezaba en unos cinco minutos.
Ciencias sociales era lo que me esperaba, una materia por la cual no sentía mucha simpatía, pero que entendía muy bien lo importante que era en esa etapa media del semestre.
Me dispuse a ir al aula mientras detenía la música y me quitaba los audífonos. Iba en camino por uno de los pasillos del instituto mientras saludaba a varios de mis compañeros. Una que otra broma se hizo presente, como es normal en esos ambientes estudiantiles.
De pronto, recibí una llamada en mi teléfono.
Por un instante, recuerdo haber maldecido por dentro. Siempre he sido de los que no se acostumbran a las llamadas, las describo innecesarias, a menos que sean demasiado relevantes, o en el peor de los casos, por una emergencia. Tampoco ayudaba el hecho de que no era un momento oportuno.
Decidí no prestarle atención, pues ni siquiera saqué el teléfono de mi bolsillo. Si no llamaban de nuevo, no era nada importante.
A pocos metros de la puerta del aula, justo cuando iba a entrar, empezó a sonar de nuevo.
Tras un suspiro un poco molesto, me hice a un lado para permitir el paso de los demás mientras me disponía a atender la llamada.
Quedé atónito.
Era ella. La chica más hermosa que pudiera existir en mi mundo. Esa chica con la que muchos en la universidad soñaban con tener a su lado -incluido yo- pero con la que apenas unos pocos podíamos contar con el hecho de tener una amistad, por más simple que eso fuese.
Para mi suerte, ese lazo existía por compartir una que otra clase juntos en las cuales me daba por romper el hielo con cualquier gracia que se me pudiera ocurrir. No éramos nada pero me encantaba su complicidad al sonreír. Pero pensar en más que eso simplemente hubiese sido ir en contra de las apuestas. Su belleza me hacía pensar que era imposible para mí.
Con el asombro aún a flor de piel, atendí.
Apenas con el saludo se evidenciaba el llanto en su voz. Entre palabras que no se entendían bien por el estado en el que estaba, intentaba calmarla dentro de mi desconcierto. De un momento a otro, mientras no salía de mi estupor, pude escuchar con claridad lo que me intentaba decir. Quería que fuese a su casa de inmediato pues necesitaba hablar, le había sucedido algo que no supo explicarme bien en ese momento.
Mis pensamientos quedaron en blanco por un par de segundos. No supe qué hacer ni qué pensar en ese lapso, aunque irónicamente -dentro de un universo paralelo de posibilidades infinitas- soñaba con una oportunidad similar desde hace mucho tiempo.
En ese instante mis opciones se habían reducido a dos: entrar a esa última clase o ir a su casa.
Por supuesto que iba a ir. No había forma de que me planteara tener en cuenta otra opción que no fuese ir donde estaba ella. Una vez recuperada la compostura pude decirle que me diera su dirección pues iba a hacer lo posible por estar allá en breve.
Hasta creo que hubiese dejado de entrar al resto de mis clases por ir a su casa. Un poco exagerado pero en su belleza estaba la respuesta del porqué de una decisión tan desmesurada.
Para justificarme, como quien cava su propia tumba, puedo decir que las emociones que produce el enamoramiento hacen que pierdas la noción del tiempo y del espacio. En mi caso, prescindir del hecho de que en esa clase iba a presentar un examen que era fundamental para el curso de la asignatura.
Darme a entender implica ser detallista para describirla; lo suficiente como para recordar su hermosa piel blanca, esa que contaba con una palidez impecable que era interrumpida momentáneamente por pecas que la hacían aún más perfecta. Su cabello oscuro adornando su hermoso rostro, era largo hasta su cintura, esa que iba al compás de su baja estatura -haciendo el mejor de los contrastes con mi altura- justo para hacerla aún más tierna.
Todo eso sin contar el deslumbrante color de sus ojos; esos que, dependiendo del clima, de su estado de ánimo o de cual sea que fuese la magia que ella hacía, cambiaban de color como un camaleón frente a una pintura de Salvador Dalí.
El problema no era lo detallista sino lo descuidado; lo suficiente como para olvidar la ausencia de cualquier otro motivo para sentir tanto por ella que no fuese esa mirada.
En mi defensa, se dice que hay miradas que matan, y ella tenía una escopeta en cada pupila.
Con su dirección escrita en uno de los mensajes de texto que me envió, me despedí con un apuro desproporcionado de quienes estaban a mi alrededor.
Las ansías se apoderaban de mi respiración mientras me aproximaba a la salida del instituto. Eran esos nervios de una primera vez que nunca pensé que me iba a suceder.
Después de muchos minutos de camino -por conocer poco esos lados de la ciudad- en los que una película se hacía presente en mi mente sobre lo que me deparaba esa tarde, ya estaba frente a su casa.
No quedaba más que tocar esa puerta que nos separaba.
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La radio
Short StoryDesde aquella tarde, ella empezó a ser todo para mí. Encontraba la belleza en cualquier cosa mientras la pensaba, como en esa radio que en tantos besos nos acompañó. Lo malo de estar a esas alturas es que no te das cuenta cuando empiezas a caer. Gan...