II

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La fría tarde se cuela por una de las ventanas del salón que se encuentran abiertas al otro lado. Parece ser que el invierno ha llegado con fuerzas.

Estoy sentado en la esquina derecha, al fondo del ambiente. La gente socializa. Algunos ríen. Otros conversan. Sin quererlo me entero de quién le hizo qué la noche anterior en la fiesta de la escuela a la que no acudí.

A mi costado, un par de chicas murmullan mientras sueltan risitas y se dan codazos. Creen que no me doy cuenta, pero sé que hablan de mí. Lo han estado haciendo desde hace un par de días atrás, cuando empezó el taller. Lo sé porque, aunque se empeñen en ocultarlo, siempre pronuncian mal mi apellido.

Creo que vine más temprano que de costumbre. Faltan veinte minutos para que el profesor llegue.

¡Qué fastidio! Tener que esperar mientras tengo que soportar a esta gente y a sus banalidades. Mejor me pongo los auriculares y me dedico a escuchar ese podcast de poesía que me perdí anoche.

Cuando oigo al locutor dar la introducción al programa, escondo mi rostro entre mis brazos. Así podré concentrarme mejor en lo que diga, lejos de estos murmullos fatuos. Sin embargo...

—Estemadoiro, ¿cómo estás?

Levanto mi rostro. Es una de las chiquillas que antes estaba a mi costado. Aunque es atractiva, no me causa mayor atención. Al contrario, ¡qué inoportuna! Y yo que quería escuchar el podcast.

Me sonríe, pero no entiendo el motivo. Que yo recuerde, no he dicho ninguna broma ni he hecho nada gracioso.

—Mi apellido es Estremadoyro —me apresuro en decir.

Por lo menos, si vamos a entablar una charla, que sepa pronunciar de manera correcta el apellido de su interlocutor, ¿ok?

—Ah, disculpa —dice mientras agacha la cabeza y acomoda el flequillo detrás de su oreja.

¿Por qué sonríe? Repito, ¿acaso dije una broma?

—¿Y qué tal?

Mientras me dispongo a concentrarme en mi tablet, la miro por el rabillo del ojo.

—¿Cómo te va? —insiste.

—Bien —digo para luego regresar al podcast.

Van a hablar sobre los poemas de Sylvia Plath, una de las favoritas de mi madre. Ella decía que siempre le evocaba muchas emociones.

Me dispongo a retroceder el audio para empezar de nuevo a escuchar el programa. No obstante, la chica vuelve a insistir. ¿Qué es lo que quiere?

—¿Y qué te cuentas de nuevo?

—Nada.

—Pero, debes tener algo nuevo qué contar... Yo que sé... ¿Cómo te va en la escuela? ¿Cómo te va en tu familia?

‹‹¿Familia?››. Siento un retorcijón en mi interior.

—¿Qué es lo que quiere saber de mí? —la animo a que me lo diga. Total, no sé a dónde quiere llegar con este interrogatorio.

—Nada en especial. Solamente... solamente... quería hablar. —Tiene las mejillas rojas.

Alzo una ceja. Estoy confundido.

—Yo no quiero hablar —contesto—. Quiero escuchar un programa de radio. Señorita, ¿me puede dejar solo, por favor?

Sus ojos se ensanchan. Arruga la frente. Abre la boca, supongo que para contestarme, pero se queda muda. Luego se va. No me importa. Le doy ‹‹Play›› a mi tablet y acuno mi rostro sobre mis brazos.

El programa de radio empieza con una recitación de los poemas de Plath:

‹‹No soy cruel, solamente veraz››.

De mis versos favoritos.

Diez Rimas de Soledad [Saga Ansías]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora