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—Graham, han pasado tres días. Tenemos que hacer algo.



Robin se colocó frente a él, al otro lado de la isla de la cocina, intentando que su marido dejase su periódico y le prestase atención.



—No imagino qué crees que puedo hacer. Es adulta. Si quiere pasarse el día dentro de su cuarto, que lo haga. ¿O pretendes que la saque a la fuerza?



—Por supuesto que no. Con todo por lo que ha tenido que pasar, ya me parece un logro que se siente con nosotros a la mesa.



Graham apretó las mandíbulas y para evitar responder al tono velado de reproche de su esposa, decidió dar un nuevo sorbo a su café.



—Mira, no te responsabilizo. Ya me explicaste lo que pasó entre su madre y tú. Y jamás se me ocurriría juzgar tu decisión, pero ahora ella está aquí, y no podemos obviar que no es una situación normal. Ni siquiera tenemos un plan. ¿Cómo vamos a sobrellevar su problema?



Graham resopló dejando finalmente la taza sobre su platillo de porcelana. —¿Qué pretendes decirme, querida?



Robin colocó una mano sobre la de su marido. No podía ocultar su preocupación, pero no quería que él la malinterpretara. Tener a Dulce allí, en casa, era una gran responsabilidad. No era su hija, pero sí la hija de su marido, y estaba dispuesta a hacer que la convivencia funcionase. La historia de Dulce era dura y difícil, y no merecía menos. Pero se sentía sin herramientas para afrontar la revolución que suponía convivir con una persona con su patología, y que además tenía motivos de sobra para no querer estar allí con ellos.


—Quiero que hablemos con ella. Quiero que sepa que nos tiene para lo que necesite, que no está sola, que no tiene que sufrir en silencio. Yo podría ser...



—¿Qué podrías ser, Robin? Sé que tienes que controlarlo todo... Pero, ¿pretendes sustituir a su madre en solo unos días?



Las palabras de Graham fueron como recibir una pedrada y Robin abrió los ojos de forma desorbitada, mostrando su dolor.



—¡No! Por supuesto que no. ¡Jamás se me ocurriría algo semejante! —dijo igualando su tono al de Graham.



Miró a la puerta de la cocina y vio a Apple allí, observándolos. Posiblemente era la primera vez que los veía discutir, no porque no lo hubiesen hecho antes, sino porque siempre habían sido más precavidos a la hora de exhibir sus desavenencias.



—¡Apple! —la llamó extendiendo la mano, pero su hija salió corriendo.

Los Días Grises y Tu MiradaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora