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—¡Maldito seas, Christopher Lockwood! ¡Maldito una y mil veces! —dejó soltar su frustración golpeando el lavabo con la mano tras comprobar nuevamente que la mancha marrón del helado no salía.

Había vuelto a casa directamente, desde la heladería, y llevaba una hora intentando limpiar el desastre de la blusa. Recordaba el momento justo en el que su madre se la hizo, cada puntada y medición realizada con cuidado para no pincharla con los alfileres. Incluso habían elegido juntasla tela. Las lágrimas empezaron a abrasarle en los ojos. «¡Maldito!», insistió, apretando los dientes. También había pasado esa hora repitiendo mentalmente todos los insultos e improperios que no había conseguido decirle a la cara. No sabía lo que le había pasado, se había quedado paralizada como una estúpida dejando que él se burlase de ella, otra vez. ¿Qué demonios le pasaba con ese hombre? ¡Y pensar que el día anterior había llegado a desear que la besara!

Esa noche no había pegado ojo dándose cuenta de que así era. No entendía las reacciones de su cuerpo, ni lo muy presente que estaba en su mente. ¿Cómo era posible que hubiese anhelado que la besase cuando no quería ningún tipo de relación romántica? Siempre había tenido claro que no quería complicarse en ese aspecto. El amor era algo inalcanzable para ella. Ya sabía lo que era convertirse en una carga para su madre, su tía y ahora su padre. No podía hacerle eso también a la persona de la que se enamorara. Vivir con el temor constante de que algo fuese mal. Esas cosas estaban prohibidas para ella, y por eso no entendía que su mente se empeñase en recrear el momento en el que él la había acariciado y habían compartido el aliento.

Por desgracia y para su completa turbación, solo podía comparar lo que había sentido al perderse en su mirada dorada, con su momento favorito; cuando el agua de la lluvia caía sobre ella, empapando todo su cuerpo. El momento perfecto en el que cerraba los ojos y era consciente de la vibración sobre su piel que provocaba el golpeteo suave de cada gota, haciéndola sentir viva y consciente de cada centímetro de su piel. Hasta el momento no había sentido nada comparable a esa sensación de euforia. Por eso anhelaba, desde la muerte de su madre, un día de lluvia que le permitiese volver a sentirse así. Pero entonces llegó el maldito de Lockwood y la miraba de esa forma. «¿Qué demonios pretendía conseguir al hacerlo?», se preguntó frustrada.

Lo odiaba por robarle la paz, por meterse en su mente, por burlarse de ella, por hacerle querer cosas que no podía tener y, sobre todo, por haber arruinado la blusa que le había hecho su madre. Finalmente, derrotada por la infinidad de sensaciones que le presionaban el pecho, dejó que las lágrimas saliesen como un torrente empapando sus mejillas.

Entre la neblina provocada por el llanto vio que su móvil vibraba sobre el lavabo. Comprobó la pantalla y vio que se trataba de un nuevo mensaje de Zora. Le había escrito al menos media docena, desde que entró en su casa. Decidió contestarle:


Los Días Grises y Tu MiradaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora