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Dulce regresaba de visitar a la señora Lockwood, la abuela de Christopher, con una mezcla contradictoria de sensaciones. La visita a la anciana había sido una delicia. Aquella mujer, como bien la había descrito su nieto, era un pozo de sabiduría además de encantadora y entrañable. El señor Lockwood, aunque mucho más serio, le había caído muy bien también. Este último se había visto sorprendido por su visita, más cuando su mujer la presentó como una amiga de Christopher. Cuando esto ocurrió la miró de arriba abajo, con curiosidad. Dulce no tardó en reconocer la sonrisa perezosa de su nieto, en la del anciano. Estaba segura de que Jackson Lockwood había sido todo un conquistador en su juventud. Y por la forma que tenía su mujer de mirarlo, tras cincuenta y cinco años de matrimonio, supo que aún lo era.

Pero el hecho de no haber coincidido con Christopher había sido un poco decepcionante. No había ido hasta allí con la intención de encontrarse con él. Pero en su interior dicha posibilidad hacía que su vientre se encogiera y el corazón le latiese a mil por hora.

Finalmente, tras hablar durante dos largas horas con la anciana bajo la atenta mirada de su esposo, decidió marcharse de vuelta a casa. Llamaría a su tía Sit y probaría los nuevos materiales que se había comprado para pintar. Cuando estuviese recuperada quería volver a subir al silo y pintar las maravillosas vistas, desde allí. Estaba segura de que cada una de las luces del día, confería al espectacular paisaje una magia especial Y necesitaba capturar cada una de ellas. Recordó que durante su visita había recibido varios mensajes de Zora, interrogándola sobre la noche anterior. Parecía ansiosa por conocer los pormenores de su encuentro con Christopher, aunque no sabía qué esperaba que le contase. Ni ella misma tenía claro qué había pasado. Había sentido tantas cosas, se sentía tan confusa...

Ella no quería una relación, pero a esas alturas era más que evidente que suspiraba por Christopher. Si la hubiese besado la noche anterior, no habría opuesto resistencia. Muy al contrario, se había sentido decepcionada al ver que no lo hacía. Tal vez había confundido las señales, no se podía decir que fuese una experta en relaciones. Él no debía sentir la misma atracción. Y había sido una suerte que no fuese ella la que diese el primer paso, pues su rechazo la habría sumido en la vergüenza más absoluta.

Le iba a costar horrores actuar frente a él con fría normalidad, pero tendría que hacerlo. Solo de pensarlo sintió un nudo en el estómago. Tomó el móvil del bolsillo y se dispuso a quedar con Zora para esa tarde. Tal vez podían ir a dar una vuelta, distraerse, y echar a Christopher Lockwood de su mente. Cuando estaba a punto de abrir los mensajes, percibió que la luz se reflejaba de forma diferente en la pantalla y miró al cielo. Parpadeó al darse cuenta de que, en cuestión de segundos, este lucía cubierto por espesas nubes.

Cerró los ojos e inhaló. Maldijo una vez más su falta de olfato; una de las desagradables consecuencias que tenía padecer su patología, pues la nulidad de este sentido venía en el lote de no sentir dolor. Su madre siempre le describía el olor de la lluvia, de la tierra mojada, de los campos cubiertos de rocío. Decía que el ambiente se llenaba de electricidad y que la lluvia se podía oler en el aire, cargado de iones, incluso antes de que esta apareciera. Ojalá ella pudiese disfrutar de esa promesa en el aire. Tampoco le importaría conocer el olor de la piel de Christopher. Algo le decía que su aroma sería capaz de erizarle la piel y despertar el resto de sus sentidos.

Los Días Grises y Tu MiradaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora