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-Me rodea! Y la sociedad tiene una gran suerte en que yo me limite a esta dulce manera de
hacer el mal; con mis inclinaciones y mis principios, quizás adoptase otra que sería mu-
cho más fatal para los hombres.
-¿Y qué harías tú, amada mía?
-¡Y yo qué sé! ¿Acaso ignoras que los efectos de una imaginación tan depravada como
la mía son como las riadas de un río que se desborda? La naturaleza quiere que provo-
quen desastres y lo hacen, no importa de qué manera.
-¿No estarás atribuyendo -respondo a mi interlocutora- a la naturaleza lo que sólo es
obra de la depravación?
-Escúchame, ángel mío -me dice la superiora-, no es tarde y nuestras amigas no llega-
rán hasta las seis; quiero responder a tus frívolas objeciones antes de que lleguen.
Nos sentamos.
-Como no conocemos las inspiraciones de la naturaleza -me dice Mme. Delbène- más
que por este sentido interno que llamamos conciencia, sólo mediante el análisis de la
conciencia podremos llegar a profundizar con sabiduría en qué consisten los movimientos
de la naturaleza que cansan, atormentan o hacen gozar a tal conciencia.
Se llama conciencia, mi querida Juliette, a esa especie de voz interior que se eleva en
nosotros por la infracción de algo prohibido, sea de la naturaleza que sea: definición muy
simple y que, a primera vista, ya demuestra que esta conciencia no es más que la obra del
prejuicio recibido por la educación, hasta tal punto que todo lo que se le prohíbe al niño
le causa remordimientos en cuanto lo viola, y conserva esos remordimientos hasta que el
prejuicio vencido le haya demostrado que no existía ningún mal real en la cosa prohibida.
De la misma forma, la conciencia es pura y simplemente la obra de los prejuicios que
nos infunden o de los principios que nos creamos. Esto es hasta tal punto cierto que es
posible formarse con principios enérgicos una conciencia que nos atormentará, nos afligi-
rá, siempre que no hayamos cumplido, en toda su extensión, todos los proyectos de diver-
siones, incluso viciosas... incluso criminales que nos habíamos prometido realizar para
nuestra satisfacción. De aquí nace ese otro tipo de conciencia que, en un hombre por en-
cima de todos los prejuicios, se eleva contra él cuando, para llegar a la felicidad, ha to-
mado un camino contrario al que debía conducirle a ella de una forma natural. Así, según
los principios que nos hayamos construido, podemos arrepentirnos igualmente o de haber
hecho demasiado mal o de no haberlo hecho en un grado suficiente. Pero tomemos la pa-
labra en su acepción más simple y más común; en este caso, el remordimiento, es decir,
el órgano de esta voz interior que acabamos de llamar conciencia, es una debilidad total-
mente inútil, y cuya influencia debemos ahogar con toda la fuerza de que seamos capa-
ces; porque el remordimiento, una vez más, sólo es obra del prejuicio engendrado por el
temor de lo que puede sucedernos después de haber hecho algo prohibido, sea de la natu-
raleza que sea, sin examinar si está bien o mal. Eliminad el castigo, cambiad la opinión,
aniquilad la ley, eliminad la influencia del clima en el sujeto, él crimen seguirá exis-
tiendo, pero el individuo no tendrá ya remordimientos. Así pues, el remordimiento no es
más que una reminiscencia fastidiosa, resultado de las leyes y de las costumbres adopta-
das, pero que de ninguna manera depende de la especie del delito. Y si no fuese así, ¿se-
ría posible apagarlo? Y, sin embargo, ¿no es muy cierto que se consigue esto, incluso con

!Julieta!Donde viven las historias. Descúbrelo ahora