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Totalmente, querida mía; incluso confieso que interiormente gozo más con la convicción que tengo de que esta reputación es mala, que si supiese que es buena. ¡Oh Juliette! grábate bien esto: la reputación es un bien sin ningún valor, nunca nos compensa de los sacrificios que hacemos por ella. La que está celosa de su gloria experimenta tantos tormentos como la que la descuida: una tiene constantemente el temor de que se le escape, la otra tiembla por su despreocupación. Así pues, si hay tantas espinas en la carrera de la virtud como en la del vicio, ¿a qué viene atormentarse tanto por la elección, y a qué viene no entregarse plenamente a la naturaleza en lo que nos sugiere? -Pero, al adoptar estas máximas -objeté yo a Mme. Delbène- yo tendría miedo de romper demasiados frenos. -En verdad, querida mía -me respondió- ¡me gustaría tanto que me dijeras que tienes miedo de obtener demasiados placeres! Y entonces ¿cuáles son esos frenos? Atrevámosnos a considerarlos con sangre fría... Convenciones humanas, casi siempre promulgadas sin la sanción de los miembros de la sociedad, detestadas por nuestro corazón... contradictorias con el buen sentido: convenciones absurdas, que no tienen ninguna realidad más que para los tontos que quieren someterse a ellas, y que sólo son objeto de desprecio a los ojos de la sabiduría y de la razón... Charlaremos sobre todo esto. Te lo dije, querida mía: yo te educaré; tu candor e ingenuidad me demuestran que necesitas un guía en la espinosa carrera de la vida, y soy yo quien te serviré de guía. En efecto, no había nada más deteriorado que la reputación de Mme. Delbène. Una religiosa a la que yo estaba encomendada, disgustada por mis relaciones con la abadesa, me advirtió que era una mujer perdida; había corrompido a casi todas las pensionistas del convento, y mas de quince o dieciséis habían seguido, de acuerdo con su consejo, el mismo camino que Euphrosine. Me aseguraban que era una mujer sin fe, ni ley, ni religión, que pregonaba impúdicamente sus principios, y habrían tomado represalias contra ella de no ser por su dinero y su nacimiento. Yo me reía de estas exhortaciones; un sólo beso de la Delbène, uno sólo de sus consejos ejercían más fuerza sobre mí que todas las armas que pudiesen emplearse para separarme de ella. Aunque me llevase a un precipicio, me parecía que preferiría perderme con ella a instruirme con otra. ¡Oh amigos míos! Es delicioso alimentar este tipo de perversidad; arrastradas por la naturaleza hacia ella... si la razón fría nos aleja de ella por un instante, la mano de la voluptuosidad nos devuelve a esa perversidad y ya no podemos abandonarla. Pero nuestra amable superiora no tardó en hacerme ver que no era yo la única que atraía su atención, y pronto me di cuenta de que había otras que compartían placeres en los que había más libertinaje que delicadeza. -Ven mañana a merendar conmigo -me dijo un día-; Elisabeth, Mme. de Volmar y Sainte-Elme estarán allí, seremos seis en total; quiero que hagamos cosas inconcebibles. -¡Cómo! digo yo- ¿así que te diviertes con todas esas mujeres? -Claro. ¡Y qué! ¿Acaso crees que me limito a esto? Hay treinta religiosas en esta casa; veintidós han pasado por mis manos; hay diecinueve novicias: sólo una me es todavía desconocida; vosotras sois sesenta pensionistas: solamente tres se me han resistido; las voy poseyendo a medida que llegan, y no les doy más de ocho días para pensarlo. ¡Oh Juliette, Juliette!, mi libertinaje es una epidemia, ¡tiene que corromper todo lo que m...

!Julieta!Donde viven las historias. Descúbrelo ahora