de nosotros y la existencia objetiva de las percepciones que están en nuestra mente. Nues-
tras mismas percepciones se diferencian de nosotros, y entre sí, según que perciban los
objetos presentes, sus relaciones, y las relaciones de estas relaciones. Son pensamientos
en tanto que nos aportan las imágenes de las cosas ausentes; son ideas en tanto que nos
aportan imágenes que están dentro de nosotros. Sin embargo, todas estas cosas no son
más que modalidades, o formas de existir de nuestro ser, que no se distinguen ya entre sí,
ni de nosotros mismos, más de lo que la extensión, la solidez, la figura, el color, el mo-
vimiento de un cuerpo, se distinguen de ese cuerpo. A continuación, se imaginaron forzo-
samente términos que conviniesen de manera general a todas las ideas particulares que
eran semejantes; se ha dado el nombre de causa a todo ser que produce algún cambio en
otro ser distinto de él, y efecto a todo cambio producido en un ser por una causa cualquie-
ra. Como estos términos excitan en nosotros al menos una imagen confusa de ser, de ac-
ción, de reacción, de cambio, la costumbre de servirnos de ellas ha hecho creer que te-
níamos una percepción clara y distinta, y por último hemos llegado a imaginar que podía
existir una causa que no fuese un ser o un cuerpo, una causa que fuese realmente distinta
de cualquier cuerpo, y que, sin movimiento y sin acción, pudiese producir todos los efec-
tos imaginables. No hemos querido reflexionar sobre el hecho de que todos los seres, ac-
tuando y reaccionando constantemente unos sobre otros, producen y sufren al mismo
tiempo cambios; la íntima progresión de los seres que han sido sucesivamente causa y
efecto pronto cansó la mente de aquellos que sólo quieren encontrar la causa en todos los
efectos: sintiendo que su imaginación se agotaba ante esta larga secuencia de ideas, les
pareció más breve remontar todo de una vez a una primera causa, imaginada como la cau-
sa universal, siendo las causas particulares efectos suyos, y sin que ella sea, a su vez, el
efecto de ninguna causa.
Este es el Dios de los hombres, Juliette; esta es la estúpida quimera de su débil imagi-
nación. Ves cuál ha sido el encadenamiento de sofismas con el que han llegado a crearla;
y, según la definición particular que te he dado,', ves que este fantasma, al no tener más
que una existencia objetiva, no podría estar fuera de la mente de los que lo consideran, y
por consiguiente no es más que un puro efecto de la turbación de su cerebro. Sin embar-
go, ¡este es el Dios de los mortales, este es el ser abominable que han inventado, y en cu-
yos templos han hecho correr tanta sangre!
Si me he extendido -prosiguió Mme. Delbène- sobre las diferencias esenciales entre las
existencias reales y las existencias objetivas, es, querida mía, porque era urgente que te
demostrase las variedades que se encuentran en las opiniones prácticas y especulativas de
los hombres, y para hacerte ver que dan existencia real a muchas cosas que sólo tienen
una existencia especulativa: ahora bien, al producto de esta existencia especulativa es a lo
que los hombres han dado el nombre de Dios. Si todo esto sólo tuviese como consecuen-
cia falsos razonamientos, el inconveniente sería mínimo; pero desgraciadamente tiene
mayor alcance: la imaginación se inflama, se crea la costumbre, y nos habituamos a con-
siderar como algo real lo que sólo es obra de nuestra debilidad. Todavía no nos hemos
convencido de que la voluntad de este ser quimérico es causa de todo lo que nos sucede,
cuando ya estamos empleando todos los medios para serle agradables, todas las formas de
implorarle.
Así pues, sólo podemos decidirnos a adoptar un Dios después de reflexionar sobre lo
que acaba de ser dicho, y con la iluminación de reflexiones más maduras, persuadámonos
de que, al no poder presentarse la idea de Dios más que de una manera objetiva, sólo
pueden resultar de ella ilusiones y fantasmas.
Por muchos sofismas que aleguen los partidarios absurdos de la divinidad quimérica de
los hombres, no os dicen más que no hay efecto sin causa; pero no os de muestran que
sea preciso llegar a una primera causa eterna, causa universal de todas las causas particu-
lares, y que ella misma sea causa creadora e independiente de cualquier otra causa. Estoy
de acuerdo con que no comprendemos la relación, la secuencia y la progresión de todas
las causas; pero la ignorancia de un hecho nunca es motivo suficiente para creer o deter-
minar otro. Aquellos que quieren convencernos de la existencia de su abominable Dios se
atreven con descaro a decirnos que, porque nosotros no podemos asignar la verdadera
causa de los efectos, tenemos que admitir necesariamente la causa universal. ¿Se puede
razonar tan imbécilmente? ¡Como si no fuese preferible aceptar la ignorancia a admitir
una cosa absurda!; ¡o como si la admisión de esta cosa absurda se convirtiese en una
prueba de su existencia! La confesión de nuestra debilidad no tienen ningún incon-
veniente, no hay duda alguna; la adopción del fantasma está lleno de escollos contra los
que chocaremos constantemente si somos sabios, pero contra los que nos romperemos la
cabeza si ésta se exalta: y las quimeras exaltan siempre.
Si se quiere, concedamos por un momento a nuestros antagonistas la existencia del
vampiro que les da la felicidad (1). En esta hipótesis, yo les pregunto si la ley, la regla, la
voluntad con la que Dios conduce a los seres, es de la misma naturaleza que nuestra vo-
luntad y nuestra fuerza, si Dios, en las mismas circunstancias, puede querer y no querer,
si la misma cosa puede gustarle y disgustarle, si no cambia de sentimientos, si la ley por
la que se conduce es inmutable. Si es ella la que lo conduce, no hay más que ejecutarla: y
desde ese mismo momento, no hay ninguna fuerza superior. Esta ley necesaria, ¿qué es
en sí misma?, ¿es distinta de él o inherente a él? Si, por el contrario, este ser puede cam-
biar de sentimiento y de voluntad, pregunto por qué cambia. Es evidente que necesita un
motivo, y un bien más razonable que los que nos determinan, porque Dios debe ganarnos
en sabiduría, como nos supera en prudencia; ahora bien, ¿puede imaginarse este motivo
sin alterar la perfección del ser que cede a él? Digo más: si Dios sabe de antemano que
cambiará de voluntad, ¿por qué, desde el momento en que todo lo puede, no ha dispuesto
las circunstancias de forma que esta mutación siempre fatigosa, y que siempre prueba una
cierta debilidad, se haga innecesaria?, y si lo ignora, ¿qué es un Dios que no prevé lo que
debe hacer? Si lo prevé, y puesto que no puede equivocarse, como hay que creer para te-
ner de él una idea correcta, está obligado entonces, independientemente de su voluntad, a
actuar de tal o tal forma; ahora bien, ¿cuál es esta ley que sigue su voluntad?, ¿dónde es-
tá?, ¿de dónde saca su fuerza?
(1) El vampiro chupaba la sangre de los cadáveres. Dios hace correr la de los hombres;
ambos se muestran quiméricos a un simple examen: ¿nos engañaríamos si diésemos a
uno el nombre del otro?
Si vuestro Dios no es libre, si está determinado a actuar siguiendo leyes que lo domi-
nan, entonces es una fuerza semejante al destino, a la fortuna, a la que no afectarán los
deseos, no doblegarán las oraciones, no apaciguarán las ofrendas, y a la que es preferible
despreciar eternamente que implorar con tan escaso éxito.
Pero si, más peligroso, más malvado y más feroz todavía, vuestro execrable Dios ha
ocultado a los hombres lo que era necesario para su felicidad, entonces su proyecto no era
hacerlos felices; entonces no los ama, entonces no es ni justo ni bienhechor. Me parece
que un Dios no debe querer nada que no sea posible, y no lo es el que el hombre observe
leyes que lo tiranizan o que le son desconocidas.
Este Dios villano hace todavía más: odia al hombre por haber ignorado lo que no le ha
enseñado; lo castiga por haber transgredido una ley desconocida, por haber seguido incli-
naciones que sólo procedían de él. ¡Oh Juliette! --exclamó mi instructora-, ¿puedo conce-
bir a ese infernal y detestable Dios de otra forma que no sea como un tirano, un bárbaro,
un monstruo, al que debo todo el odio, toda la furia, todo el desprecio que pueden exhalar
a la vez mis facultades físicas y morales?
De este modo, deben llegar a demostrarme... probarme la existencia de Dios; deben lo-
grar convencerme de que ha dictado leyes, que ha elegido hombres para ponerlos de tes-
tigos ante los mortales; hacerme ver que reina la más completa armonía en todas las rela-
ciones que proceden de él: nada podría probarme que le complazco siguiendo sus leyes,
porque, si no es bueno, puede engañarme, y mi razón, que procede de él, no me tranquili-
zará, puesto que entonces puede habérmela dado para precipitarme con mayor seguridad
al error.
Prosigamos. Ahora os pregunto a vosotros, los deístas, cómo se conducirá ese Dios, que
admito por un momento, frente a los que no poseen ningún conocimiento de sus leyes. Si
Dios castiga la ignorancia invencible de aquellos a los que no se les han anunciado sus
leyes, es injusto; si no puede instruirlos, carece de poder.
Es cierto que la revelación de las leyes del Eterno deben llevar en sí caracteres que
prueben el Dios del que emanan; ahora bien, yo pregunto, ¿cuál, de todas las re velacio-
nes que nos han llegado, lleva ese carácter tan evidente como indispensable? Así pues,
por la religión se destruye el Dios que anuncia esa misma religión; ahora bien, ¿qué ocu-
rrirá con esta religión cuando el Dios que establece sólo tenga ya existencia en l
a cabeza
de los imbéciles?
Poco importa para la felicidad de la vida que los conocimientos humanos sean reales o
falsos; pero no ocurre lo mismo cuando se trata de la religión. Cuando los hombres han
hecho suyos los objetos imaginarios que ella presenta, se apasionan por estos objetos, se
persuaden de que estos fantasmas que revolotean en su mente existen realmente, y, desde
ese momento, nada puede contenerlos. Cada día hay nuevos motivos para temblar: tales
son los únicos efectos que produce en nosotros la peligrosa idea de un Dios. Esta sola
idea causa los males más perniciosos de la vida del hombre; ella es la que lo obliga a pri-
varse de los más dulces placeres de la vida, en el terror de provocar la ira de ese repug-
nante fruto de su imaginación delirante. Así pues, mi querida amiga, es necesario liberar-
se lo antes posible de los terrores que infunde esta quimera; y para eso, sin duda, sólo hay
que descargar la hoz sobre el ídolo, sólo hay que pulverizarla con energía.
La idea que quieren darnos los curas de la divinidad no es otra que la de una causa uni-
versal, de la que son efectos todas las otras. Losimbéciles, a los que se han dirigido estos
impostores, han creído que existía tal causa... que podía existir separadamente de los
efectos particulares que ella produce, como si las modalidades de un cuerpo pudiesen ser
separa das de ese cuerpo, como si siendo la blancura una de las cualidades de la nieve
fuese posible separar de ésta tal cualidad. ¿Acaso abandonan las modificaciones los cuer-
pos que modifican? ¡Y bien!, vuestro Dios no es masque una modificación de la materia
en perpetua acción por su esencia: esa acción que creéis poder separar de ella, esa energía
de la materia, ese es vuestro Dios. ¡Examinad ahora, estúpidos adoradores de un ser se-
mejante, de qué homenaje es digno!
Los que sólo atribuyen a la primera causa el movimiento local de los cuerpos, y dan a
nuestras mentes la posibilidad de determinarse, limitan esta causa y la despojan de su
universalidad, para reducirla a lo más bajo que hay en la naturaleza, es decir, a la simple
función de poner en movimiento a la materia. Pero como todo está relacionado en la natu-
raleza, porque los sentimientos espirituales provocan movimientos en los cuerpos vivos,
y los movimientos de los cuerpos excitan sentimientos en las almas, no se puede recurrir
a esta suposición para establecer o defender el culto religioso. Sólo como consecuencia
de la percepción de los objetos que se nos presentan tenemos voluntad; sólo con motivo
del movimiento excitado en nuestros órganos tenemos percepciones: por lo tanto, la cau-
sa del movimiento es la de nuestra voluntad. Si esta causa ignora el efecto que producirá
en nosotros el movimiento, ¡qué indigna es la idea de un Dios! Si lo sabe, es su cómplice,
y consiente en él; si, sabiéndolo, no consiente en él, se ve obligado a hacer lo que no
quiere; por consiguiente, existe algo más poderoso que él: y está obligado a seguir leyes.
Como nuestras voluntades provocan algunos movimientos, Dios está obligado a competir
con nuestra voluntad; por tanto, está en el brazo del parricida, en la llama del incendiario,
en el coño de la prostituta. Dios no lo consiente y entonces ahí lo tenemos, menos fuerte
que nosotros, obligado a obedecernos. Por tanto, por mucho que se diga, hay que confesar
que no existe causa universal; o si deseáis con todas las fuerzas que exista una, tenemos
que convenir que consiente todo lo que nos sucede y nunca quiere nada distinto; tenéis
que confesar además que no puede amar ni odiar a ninguno de los seres particulares que
emanan de ella, porque todos le obedecen por igual, y que, según esto, las palabras de
castigos, recompensas, leyes, prohibiciones, orden, desorden, no son más que palabras
alegóricas, sacadas de lo que ocurre entre los hombres.
Si no estamos obligados a considerar a Dios como un ser esencialmente bueno, como
un ser que ama a los hombres, podemos creer que ha querido engañarlos. De esta forma,
aunque fuesen verdaderos todos los prodigios sobre los que se basan los que pretenden
conocer las leyes que ha revelado a algunos hombres, como todos nos confirman que es
un ser injusto, inhumano, no tenemos ninguna seguridad de que no haga tales prodigios
con el fin expreso de engañarnos, y nada nos autoriza a creer que la más estricta observa-
ción de sus leyes pueda convertirme nunca en amigó suyo. Si no castiga a los que han
observado estas leyes, su observación es inútil; y como esta observación es punible, vues-
tro Dios, al promulgarla, se ha hecho culpable de inutilidad y de maldad: entonces, os
pregunto si éste es un ser digno de nuestros homenajes. Por otra parte, estas leyes no tie-
nen nada de respetable: son absurdas, contrarias a la razón, repugnan a la moral, afligen
al cuerpo; los que las anuncian, las violan constantemente; y si hay algunos individuos en
el mundo a los que se les ocurre poner fe en ellas, escrutemos su espíritu detenidamente:
pronto los reconoceremos como imbéciles. Cuando quiero profundizar en las pruebas de
ese fárrago de misterios y de leyes dictadas por ese Dios ridículo, no las encuentro apo-
yadas más que sobre tradiciones confusas, inseguras, y siempre victoriosamente combati-
das por los adversarios.
Digámoslo claramente: de todas las religiones establecidas entre los hombres, no hay
ninguna que legítimamente pueda prevalecer sobre las otras; ni una que no esté llena de
fábulas, de mentiras, de perversidades, y que no ofrezca al tiempo los peligros más inmi-
nentes, junto a las contradicciones más palpables. Cuando los locos quieren imponer sus
sueños, apelan en su ayuda a los milagros: de donde resulta que, siempre en el mismo cír-
culo, en ese momento el milagro prueba la religión, mientras que hasta entonces la reli-
gión probaba el milagro. Como si no hubiese más que una que pudiese apoyarse en pro-
digios: pero todas los citan, todas los ofrecen.
Y el hermoso cisne de Leda
bien vale la paloma de Marta.
A pesar de todo, si aceptamos que todos estos crímenes son ciertos, resulta necesaria-
mente que Dios ha permitido que sean hechos tanto por las falsas religiones como por las
verdaderas, y, según esto, el error lo conmueve tanto como la verdad. Lo que es gracioso
es que cada secta esté igualmente convencida de la realidad de sus prodigios. Si todos son
falsos, tenemos que concluir que naciones enteras han podido creer prodigios supuestos:
por consiguiente, en el capítulo de los prodigios, la firme persuasión de una nación entera
no prueba su verdad. Pero no tenemos más que la persuasión de los que creen en ellos
para probar la verdad. por consiguiente, no hay ninguno cuya verdad esté suficientemente
demostrada; y como estos prodigios son los únicos medios que tienen para obligarnos a
creer en una religión, debemos concluir que ninguno está probado, y considerarlos como
obra del fanatismo, del engaño, de la impostura y del orgullo.
-Pero -interrumpí yo, llegado a este punto-, si no hay ni Dios, ni religión, entonces,
¿quién gobierna el universo?
MI querida amiga -respondió Mme. Delbene . el universo se mueve por su propio im-
pulso, y las leyes eternas de la naturaleza, inherentes a ella misma, son suficientes, sin
una causa primera, para producir todo lo que vemos; el perpetuo movimiento de la mate-
ria lo explica todo: ¿qué necesidad hay de suponer un motor para lo que siempre está en
movimiento? El universo es un conjunto de seres diferentes que actúan y reaccionan recí-
proca y sucesivamente unos sobre otros; yo no descubro ninguna limitación en esto, sólo
veo un paso continuo de un estado a otro, en relación a los seres que adquieren sucesiva-
mente varias formas nuevas, pero no creo en una causa universal, distinta de él, que le dé
su existencia y que produzca las modificaciones de los seres particulares que lo compo-
nen: incluso confieso que veo todo lo contrario, y creo haberlo demostrado. No nos in-
quietemos en absoluto por sustituir las quimeras por otra cosa, y no admitamos nunca
como causa de lo que no comprendemos algo que comprendemos todavía menos.
Después de haberte demostrado la extravagancia del sistema deísta -prosiguió esta en-
cantadora mujer- no me costará mucho trabajo, sin duda, destruir en ti los prejuicios in-
culcados desde la infancia sobre el principio de nuestra vida. En efecto, ¿hay algo más
extraordinario que la superioridad que se arrogan los hombres sobre los otros animales?
En cuanto se les pregunta en qué se basa esta superioridad, responden estúpidamente:
nuestra alma. Pero si les ruegas que te expliquen lo que entienden por esta palabra alma,
¡oh!, entonces los verás balbucir, contradecirse: es una sustancia desconocida, dicen; es
una fuerza secreta distinta de su cuerpo; es un espíritu sobre el que nada sabemos. Pre-
gúntales cómo ha podido ese espíritu, al que, como a su Dios, suponen totalmente des-
provisto de extensión, cómo ha podido combinarse con su cuerpo extenso y material; os
dirán que no saben nada de él, que es un misterio, que esta combinación es producto de la
omnipotencia de Dios. Estas son las ideas claras que se forma la imbecilidad sobre su
sustancia oculta, o más bien imaginaria, de la que ha hecho el móvil de todas sus accio-
nes.
A esto yo sólo respondo una cosa: si el alma es una sustancia esencialmente diferente
del cuerpo y que no puede tener ninguna relación con él, su unión es algo imposible; por
otra parte, al ser esta alma una sustancia esencialmente diferente del cuerpo, debería ac-
tuar necesariamente de forma diferente a él; sin embargo, vemos que los movimientos
experimentados por el cuerpo repercuten sobre esa pretendida alma, y que estas dos sus-
tancias, diversas en su esencia, actúan siempre de común acuerdo. Nos dirán todavía que
esta armonía es un misterio, y yo responderé que no veo mi alma, que lo único que co-
nozco y siento es mi cuerpo, que es el cuerpo el que siente, piensa, juzga, sufre, goza, y
que todas sus facultades son resultados necesarios de su mecanismo y su organización.
Aunque a los hombres les sea imposible hacerse la menor idea de su alma, aunque todo
les pruebe que no sienten, no piensan, no adquieren ideas, no gozan y no sufren más que
por medio de los sentidos o de los órganos materiales del cuerpo, sin embargo están con-
vencidos de que esta alma desconocida está exenta de la muerte. Pero, aun suponiendo la
existencia de esta alma, decidme, por favor, si puede impedirse reconocer que ella depen-
de totalmente del cuerpo, y que sufre conjuntamente con él todas las vicisitudes por las
que éste atraviesa. Y sin embargo, se lleva el absurdo hasta creer que, por su naturaleza,
no tiene ningún parecido con él; se pretende que pueda actuar y sentir sin la ayuda de este
cuerpo; en una palabra, se pretende que, privada de este cuerpo y liberada de los sentidos,
esta alma sublime podrá vivir para sufrir, gozar del bienestar o sentir terribles tormentos.
Y sobre parecido montón de conjeturas absurdas es sobre lo que se ha construido la ma-
ravillosa opinión de la inmortalidad del alma.
Si pregunto qué motivos hay para suponer al alma inmortal, me responden con pronti-
tud: es que el hombre, por su propia naturaleza, desea ser inmortal. Pero, replicaré yo, ¿se
convierte vuestro deseo en una prueba de su realización? ¿Por qué extraña lógica se atre-
ven a decidir que una cosa no puede dejar de suceder solamente porque se la desea? Los
impíos-continúan ellos-, privados de las halagüeñas esperanzas de otra vida, desean ser
aniquilados. ¡Y bien!, ¿no tienen ellos el mismo derecho que vosotros de concluir que
serán aniquilados, así como vosotros os sentís autorizados a creer que existiréis simple-
mente porque lo deseáis?
¡Oh Juliette! -prosiguió esta mujer filósofa con toda la fuerza de la persuasión- ¡Oh, mi
querida amiga!, no te quepa la menor duda de que morimos por completo, y de que el
cuerpo humano, una vez que la Parca ha cortado el hilo, no es más que una masa incapaz
de producir los movimientos que constituían la vida. No vemos entonces ni circulación,
ni respiración, ni digestión, ni palabra, ni pensamiento. Pretenden que, en ese momento,
el alma se ha separado del cuerpo; pero decir que esta alma desconocida es el principio de
la vida es no decir nada, es decir sólo que una fuerza desconocida es el principio oculto
de movimientos imperceptibles. Nada más natural y más sencillo que creer que el hombre
muerto ya no existe; nada más extravagante que creer que el hombre muerto está todavía
en vida.
Nos reímos de la simpleza de algunos pueblos cuya costumbre es enterrar provisiones
junto con los muertos: así pues, ¿es más absurdo creer que los hombres comerán después
de la muerte, que imaginarse que pensarán, que tendrán ideas agradables o molestas, que
gozarán, sufrirán, sentirán arrepentimiento o alegría, cuando los órganos, propios para
proporcionarles sentimientos o ideas, estén disueltos y reducidos a polvo? Decir que las
almas humanas serán felices o desgraciadas después de la muerte es como pretender que
los hombres podrán ver sin ojos, oír sin oídos, gustar sin paladar, oler sin nariz, tocar sin
manos, etc. Sin embargo, naciones que se creen muy razonables adoptan ideas parecidas.
El dogma de la inmortalidad del alma supone que el alma es una sustancia simple, en
una palabra, un espíritu: pero seguiré preguntando qué es un espíritu.
-Me enseñaron -respondí a Mme. Delbène- que
un espíritu era una sustancia privada de
extensión, incorruptible, y que no tiene nada en común con la materia.
-Pero si es así -respondió vivamente mi institutriz-, ¿cómo nace tu alma, crece, se forta-
lece, se altera, envejece, en las mismas proporciones que tu cuerpo?
Siguiendo el ejemplo de todos los imbéciles que tuvieron los mismos principios, me
responderás que todo eso son misterios. Pero, imbéciles, si son misterios, entonces no
comprenderéis nada de ellos, y si no comprendéis nada, ¿cómo podéis decidir afirmati-
vamente una cosa de la que sois incapaces de formaros una idea? Para creer o afirmar al-
go, hace falta saber al menos en qué consiste lo que se cree o se afirma. Creer en la in-
mortalidad del alma es decir que se está convencido de la existencia de algo de lo que es
imposible formarse una verdadera idea, es creer en palabras sin poder darles ningún sen-
tido; afirmar que algo es tal como se ha dicho es el colmo de la locura y de la vanidad.
¡Cuán extraños razonadores son los teólogos! En cuanto no pueden adivinar las causas
naturales de las cosas, inventan causas sobrenaturales, imaginan espíritus, dioses, causas
ocultas, agentes inexplicables, o más bien palabras más oscuras que las cosas que se es-
fuerzan por explicar. Permanezcamos en la naturaleza cuando queramos darnos cuenta de
los efectos de la naturaleza; no nos alejemos de ella cuando queramos explicar sus fenó-
menos; ignoremos las causas demasiado separadas de nosotros para ser comprendidas por
nuestros órganos, y convenzámonos de que, si nos salimos de la naturaleza, nunca encon-
traremos la solución de los problemas que la naturaleza nos presenta.
En la hipótesis misma de la teología, es decir, suponiendo un motor omnipotente de la
materia, ¿con qué derecho negarían los teólogos a su Dios el poder de dar a esta materia
la facultad de pensar? ¿Le sería más difícil crear esas combinaciones de materia, de las
que resulta el pensamiento, que espíritus que piensan? Al menos, suponiendo una materia
que pensase, tendríamos algunas nociones del sujeto del pensamiento o de lo que piensa
en nosotros; mientras que al atribuir el pensamiento a un ser inmaterial, nos es imposible
hacernos la menor idea de él.
Se nos objeta que el materialismo hace del hombre una pura máquina, lo que se consi-
dera muy humillante para la especie humana; pero, ¿será más honrada esta especie huma-
na porque se diga que el hombre actúa por impulsos secretos de un espíritu o de un cierto
no sé qué que sirve para animarlo sin que se sepa cómo?
Es fácil darse cuenta de que la superioridad que se ha dado al, espíritu sobre la materia,
o al alma sobre el cuerpo, se basa sólo en la ignorancia que se tiene de la naturaleza de
esta alma, mientras que se está más familiarizado con la materia o el cuerpo, que se cree
conocer y cuyos resortes se imaginan descubiertos; pero los movimientos más simples de
nuestro cuerpo son, para todo hombre que los medite, enigmas tan difíciles de adivinar
como el pensamiento.
El aprecio que tiene tanta gente por la sustancia espiritual no parece tener otro motivo
que la imposibilidad en que se encuentran de definirla de una manera inteligible; el poco
caso que prestan los teólogos a la materia no procede más que del hecho de que la fami-
liaridad engendra el desprecio. Cuando nos dicen que el alma es mejor que el cuerpo no
nos dicen nada, sólo que aquello que no conocen de ninguna manera debe ser mucho más
hermoso que aquello de lo que tienen alguna idea.
Constantemente nos enorgullecemos de la utilidad del dogma de la otra vida; se preten-
de que, aunque sea una ficción, sería ventajosa porque se impondría a los hombres y los
conduciría a la virtud. A esto yo pregunto si es verdad que ese dogma hace a los hombres
más prudentes y más virtuosos. Por el contrario, me atrevo a afirmar que no sirve más
que para volverles locos, hipócritas, malvados, atrabiliarios, y que se encuentran más vir-
tudes, mejores costumbres en los pueblos que no tienen ninguna de estas ideas que en
aquéllos en que constituyen la base de las religiones. Si los que están encargados de en-
señar y de gobernar a los hombres tuviesen luces y virtudes, los gobernarían mucho me-
jor con realidades que con quimeras; pero bribones, ambiciosos, corrompidos, los legisla-
dores han encontrado más fácil adormecer a las naciones mediante fábulas que enseñán-
doles verdades... que desarrollarles su razón, que impulsarles a la virtud por motivos sen-
sibles y reales... que gobernarles, en fin, de una forma razonable.
No hay ninguna duda de que los curas han tenido sus motivos para imaginar la ridícula
fábula de la inmortalidad del alma: ¿hubiesen puesto a los moribundos a contribución sin
estos sistemas? ¡Ah! si estos espantosos dogmas de un Dios... de un alma que nos sobre-
vive, no son de ninguna utilidad para el género humano, convengamos que al menos son
de una necesidad imperiosa para aquellos que se han encargado de infectar con ellos la
opinión pública (2).
(2) ¿Sobrevivirían sin estos medios? Sólo dos clases de individuos deben adoptar los
sistemas religiosos: primero, la de aquéllos que maquinan estos absurdos y, la de los im-
béciles que creen eternamente todo lo que se les dice sin profundizar nunca en nada.
Apuesto a que ningún ser razonable y espiritual puede afirmar que cree de buena fe en las
atrocidades religiosas.
-Pero -objeté a Mme. Delbène- ¿no es consolador para el desgraciado el dogma de la
inmortalidad del alma?, ¿no es un bien para el hombre creer en que podrá sobre vivirse a
sí mismo, y gozar algún día en el cielo de la felicidad que se le ha negado en la tierra?
-En verdad -me respondió mi amiga- no veo que el deseo de tranquilizar a algunos im-
béciles desgraciados valga la pena de envenenar a millones de gentes honradas. Por otra
parte, ¿es razonable hacer de sus deseos la medida de la verdad? Tened un poco más de
valentía, doblegaos a la ley general, resignaos al orden del destino cuyos decretos son
que, al igual que todos los seres, caeréis en el crisol de la naturaleza para salir de él bajo
otras formas. Porque, en realidad, nada perece en el seno de esta madre del género humano; los elementos que nos componen se unirán bajo otras combinaciones; un eterno laurel
crece sobre la tumba de Virgilio. Esta transmigración gloriosa, ¿no es, imbéciles deistas,
tan dulce como vuestra alternativa del infierno o el paraíso? Porque si este último es con-
solador, tendréis que estar de acuerdo conmigo en que el otro es terrible. Imbéciles cris-
tianos ¿acaso no decís que para salvarse se necesitan gracias que vuestro Dios no concede
más que a muy poca gente? Por cierto que son ideas muy consoladoras; ¿y no es cien ve-
ces preferible ser aniquilado que arder eternamente? Según esto ¿quién se atreverá a sos-
tener que la opinión que libera de estos temores no es mil veces más agradable que la in-
certidumbre en que nos deja la admisión de un Dios que, dueño de sus gracias, no las
concede más que a sus favoritos, y que permite que todos los demás se hagan dignos de
los suplicios eternos? Sólo el entusiasmo a la locura puede hacer que se prefieran con-
jeturas improbables que desesperan a un sistema evidente que tranquiliza.
-Pero ¿qué será de mí? -digo todavía a Mme. Delbène-; esta oscuridad me aterra, ese
eterno anonadamiento me atemoriza.
-¿Y qué eras tú, por favor, antes de nacer? -me respondió esta mujer genial-. Unas por-
ciones llenas de materia no organizada, que no había recibido todavía ninguna forma, o
que habían recibido una de la que no puedes acordarte. ¡Y bien! Volverás a las mismas
porciones de materia, listas para organizar nuevos seres, en el momento en que las leyes
de la naturaleza lo crean conveniente. ¿Gozabas? No. ¿Sufrías? No. Entonces ¿es un es-
tado tan penoso, y ¿cuál es el ser que no estaría de acuerdo en sacrificar todos sus goces a
la certeza de no tener nunca penas? ¿Qué sería si pudiese concluir este trato? Un ser iner-
te, sin movimiento. ¿Qué será después de la muerte? Positivamente lo mismo. Entonces,
¿de qué sirve afligirse, puesto que la ley de la naturaleza nos condena positivamente al
estado que aceptaríais de buena gana, si tuvieseis la posibilidad? ¡Y bien! Juliette, la cer-
teza de no existir siempre ¿es más desesperante que la de no haber existido siempre? Ya,
ya, tranquilízate, ángel mío; el terror de dejar de existir no es un mal real más que para la
imaginación creadora del absurdo dogma de otra vida.
El alma, o, si se quiere, ese principio activo... vivificante, que nos ama, que nos mueve,
nos determina, no es otra cosa que la materia sutilizada hasta un cierto punto, medio por
el que ha adquirido las facultades que nos maravillan. Es evidente que todas las porciones
de materia no serían capaces de producir los mismos efectos; pero combinadas con las
que componen nuestros cuerpos, se hacen susceptibles de ello, de la misma manera que el
fuego puede convertirse en llama cuando se combina con cuerpos grasos o inflamables.
En una palabra, el alma no puede ser considerada más que bajo estos dos sentidos, como
principio activo y como principio pensante; ahora bien, bajo uno u otro aspecto, vamos a
demostrar que es materia por dos silogismos sin réplica. 1° Como principio activo, se di-
vide; porque el corazón conserva su movimiento mucho tiempo después de su separación
del cuerpo. Ahora bien, todo lo que se divide es materia; el alma, como principio activo,
se divide: luego es materia. 2° Todo lo que periclita es materia; lo que fuese esencialmen-
te espíritu no podría periclitar. Ahora bien, el alma sigue las impresiones del cuerpo: es
débil en la tierna edad, agobiada en la edad decrépita; luego siente las influencias del
cuerpo; sin embargo, todo lo que periclita es materia: el alma periclita, luego es materia.
Atrevámonos a decirlo y volverlo a decir constantemente no hay nada asombroso en el
fenómeno del pensamiento, o al menos nada que pruebe que este pensamiento sea distinto
de la materia, nada que demuestre que la materia, sutilizada o modificada de tal o cual
forma, no pueda producir el pensamiento; esto es infinitamente menos difícil de com-
prender que la existencia de un Dios. Si este alma sublime fuese efectivamente la obra de
Dios ¿por qué sufriría todos los diferentes cambios o accidentes del cuerpo? Me parece
que, como obra de Dios, esta alma debería ser perfecta y no lo es el modificarse al igual
que una materia tan llena de defectos. Si esta alma fuese la obra de un Dios, no tendría
que sentir ni experimentar sus gradaciones; ni podría ni debería; se uniría al embrión to-
talmente formado, y desde la cuna, habrían podido componer Cicerón sus Tusculanas,
Voltaire su Alcira, etc. Si esto no ocurre ni puede ocurrir, entonces el alma observa las
mismas gradaciones que el cuerpo. Luego, tiene partes, puesto que crece, baja, aumenta o
disminuye; ahora bien, todo lo que tiene partes es materia: luego el alma es materia, pues-
to que está compuesta de partes. Convengamos en que es absolutamente imposible que el
alma pueda existir sin el cuerpo, y éste sin la otra.
Por lo demás, no hay nada de maravilloso en el poder absoluto del alma sobre el cuer-
po; no es más que un mismo todo, compuesto de partes iguales, estoy de acuerdo, pero en
el que, sin embargo, las partes groseras deben estar sometidas a las partes sutiles, por la
misma razón del poder que tiene la llama, que es materia, sobre el cirio que consume, que
es igualmente materia; y éste es el ejemplo, como en nuestro cuerpo, de dos materias en-
frentadas, en las que la más sutil domina a la más grosera.
Y aquí tienes, Juliette, más de lo que te hace falta para convencerte, me imagino, de la
nada de la existencia de Dios y del dogma de la inmortalidad del alma. ¡Qué habilidad la
de aquellos que inventaron estos dos monstruosos dogmas! ¡Y qué no emprenderían so-
bre un pueblo, erigiéndose en los ministros de un Dios cuyo odio o amor poseía tanto in-
terés para la vida futura! ¡Qué crédito debían tener sobre el espíritu de las gentes que, te-
miendo las penas o las recompensas futuras, estaban obligadas a recurrir a estos bribones,
como a los mediadores de un Dios, únicos capaces de evitar unas y conseguir otras! Así
pues, todas estas fábulas no son más que el fruto de la ambición, del orgullo y de la de-
mencia de algunos individuos, alimentadas por la absurdidad de otros, pero que sólo me-
recen nuestro desprecio... la extinción... absorbidas por nosotros, hasta el punto de que
nunca más vuelvan a aparecer. ¡Oh!, ¡hasta qué punto te exhorto, mi querida Juliette, a
que las detestes conmigo! Se dice que estos sistemas conducen a la degradación de las
costumbres. ¡Y!, luego, ¿son más importantes las costumbres que las religiones? Someti-
das de un modo absoluto al grado de latitud de un país, sólo dependen de la arbitrariedad.
Nada nos está prohibido por la naturaleza: sólo las leyes se creen autorizadas a imponer
ciertos límites al pueblo, relativos a la temperatura del aire, a la riqueza o pobreza del
clima, a la especie de hombres a los que dominan. Pero estos frenos, puramente popu-
lares, no tienen nada de sagrado, de legítimo a los ojos de la filosofía, cuya luz disipa to-
dos los errores, y sólo deja en el hombre sabio las inspiraciones de la naturaleza. Ahora
bien, nada es más inmoral que la naturaleza: ella nunca nos impuso frenos; nunca nos dic-
tó leyes. ¡Oh Juliette! me encontrarás tajante, enemiga total de todas las cadenas; pero
voy a rechazar completamente esta obligación tan infantil como absurda que nos dice no
hacer a los otros lo que no quieras que te hagan a ti. Es precisamente todo lo contrario
de lo que nos aconseja la naturaleza, puesto que su único precepto es deleitarnos, no im-
porta a costa de quien. Puede suceder, sin duda, que nuestros placeres turben la felicidad
de los otros: ¿serán menos intensos por eso? Esta pretendida ley de la naturaleza, a la que
quieren someternos los estúpidos, es, pues, tan quimérica como la de los hombres, y no
sotros sabemos convencernos íntimamente de que no hacemos mal en pisotear a unas y a
otras. Pero volveremos sobre estos temas, y me enorgullezco de convencerte en moral
como creo haberte persuadido en religión. Ahora, pongamos nuestros principios en prác-
tica, y después de haberte demostrado que puedes hacer cualquier cosa sin incurrir en un
crimen, cometamos alguna villanía para convencernos de que lo podemos hacer todo.
Electrizada por este discurso, me arrojo a los brazos de mi amiga; le doy mil gracias por
los cuidados que se toma por mi educación.
- ¡Te debo más que la vida, mi querida Delbène! -
exclamé- porque ¿qué es la existencia
sin la filosofía? ¿Acaso merece la pena vivir cuando se languidece bajo el yugo de la
mentira y de la estupidez? Bien -proseguí con calor- ahora me siento digna de ti, y sobre
tu seno juro por lo más sagrado que nunca más volveré a las quimeras que tu tierna amis-
tad acaban de destruir en mí. Sigue enseñándome, dirigiendo mis pasos hacia la felicidad;
me entrego a tus consejos; harás de mí lo que quieras, y ten por seguro que nunca habrás
tenido una alumna más ardiente, ni más sumisa que Juliette.
La Delbène estaba embriagada: para un espíritu libertino, no hay mayor placer que el
hacer prosélitos. Se goza con los principios que se inculcan; se deleitan con mil senti-
mientos diversos al ver a los otros entregarse a la corrupción que nos mina. ¡Ah_!, ¡cómo
se ama esa influencia obtenida sobre su alma, obra únicamente de nuestros consejos y
nuestras seducciones! Delbène me devolvió todos los besos con los que yo la colmaba;
me dijo que me convertiría en una muchacha perdida, como ella, una muchacha sin
costumbres, una atea, y que ella, como única causante de mi desorden, tendría que
responder ante Dios del alma que le robaba. Y al ser sus caricias cada vez más ardientes,
pronto encendimos el fuego de las pasiones con la llama de la filosofía.
-Toma -me dice Delbène puesto que quieres ser desvirgada, voy a satisfacerte al mo-
mento.
Borracha de lujuria, la bribona se arma al punto con un consolador; me excita para
adormecer en mí el dolor que, dice ella, va a causarme, y a continuación me embiste tan
terriblemente que mi virginidad desapareció al segundo golpe. No puede decirse lo que
sufrí; pero, a los punzantes dolores de esta terrible operación, pronto sucedieron los más
dulces placeres. Delbène, a la que nada agotaba, estaba lejos de sentirse cansada; abraza-
da a mí, su lengua sumergida en mi boca, y acariciando mi trasero con sus manos, hacía
una hora que yo descargaba en sus brazos, cuando al fin le pedí una tregua.
-Devuélveme todo lo que acabo de hacerte -me dijo en seguida-... estoy devorada por la
lujuria, yo no he gozado mientras tú te deleitabas; quiero descargar a mi vez.
De querida amada me convertí en el amante más apasionado: encoño a Delbène, la fro-
to. ¡Dios!, ¡qué extravío! Ninguna mujer había sido tan digna de ser amada, ninguna se
había dejado llevar por el placer como ella; diez veces seguidas se extasió la bribona en
mis brazos, creí que se derretiría en flujo.
-¡Oh amada mía! -le digo-, ¿no es cierto que cuanta más inteligencia se tiene mejor se
saborean las delicias de la voluptuosidad?
-Evidentemente -me respondió Delbène- y la razón de eso es muy sencilla: la voluptuo-
sidad no admite ninguna cadena, nunca goza mejor que cuando las ha roto todas; ahora
bien, cuanto más inteligente es un ser, más cadenas rompe: luego el hombre inteligente
será más propicio que ningún otro para los placeres del libertinaje.
-Creo que la extrema delicadeza de los órganos también contribuye mucho a ello -
respondí.
-No hay duda --dice Mme. Delbène-: cuanto más pulido está el espejo, mejor recibe y
refleja los objetos que se le presentan.
Por fin, agotadas ambas, recordé a mi instructora la promesa que me había hecho de
desvirgar a Laurette. -No la he olvidado en absoluto -me respondió Mme. Delbène-, es
para esta noche. En cuanto todas estén en los dormitorios, tú te escaparás, Volmar y Fla-
vie harán otro tanto. No temas por lo demás; ahora ya estás iniciada en nuestros miste-
rios: mantente firme, sé valiente, Juliette, y te haré ver cosas asombrosas.
Dejé a mi amiga para volver a la casa; pero pensad cuál no sería mi sorpresa cuando oí
contar que una pensionista se había escapado del convento; enseguida pregunté su nom-
bre: era Laurette.
-¡Laurette! -exclamé-; escapada: ¡Oh Dios!, con la que yo contaba; ella, que me había
encendido hasta tal punto!... Pérfidos deseos, así pues, ¿os habré concebido en vano?
Pido más detalles, nadie puede dármelos; vuelo hasta Delbène para informarla, su puer-
ta está cerrada, me es imposible hallarla antes de la hora a la que me ha citado. ¡Cuán lar-
ga me pareció esta hora! Por fin suena; Volmar y Flavie se me habían adelantado; estaban
ya en el cuarto de Delbène (3).
(3) No olvidemos que Volmar es una encantadora religiosa de veintiún años v que Fla-
vie es tina pensionista de dieciséis, con el rostro más delicioso que pueda imaginarse.
-Y bien -digo a la superiora-, ¿cómo cumplirás la palabra que me diste? Laurette no es-
tá aquí: ¿por quién sustituirla ahora?
Y después, con un poco de acritud:
-¡Ah! Ya veo claramente que nunca gozaré del placer que me has prometido.
-Juliette -me dice Mme. Delbène con aspecto muy serio--, la primera de las leyes de la
amistad es la confianza: si quieres ser de las nuestras, querida, tienes que ser más reser-
vada y menos suspicaz. ¿Sería verosímil que yo te hubiese prometido un placer que no
pudiese hacerte saborear? ¿Y no debía creerme con la suficiente habilidad... creerme con
el suficiente crédito en esta casa para que, al depender solamente de mí los medios de es-
tas voluptuosidades, nunca tuvieses que temer no gozar de ellos? Síguenos, todo está en
orden. ¿Acaso no te había dicho que te haría ver cosas singulares?
Delbène enciende una pequeña linterna; va delante de nosotras; Volmar, Flavie y yo la
seguimos. Una vez que llegamos a la iglesia, ¡cuál no sería mi asombro al ver que la su-
periora abre una tumba y penetra en el asilo de los muertos! Mis compañeras la siguen en
silencio; doy muestras de un cierto terror, Volmar me tranquiliza; Delbène vuelve a bajar
la piedra. Y hénos aquí en los subterráneos destinados a servir de sepultura a todas las
mujeres que muriesen en el convento. Avanzamos, levantan una piedra, y después de ba-
jar unos quince o dieciséis escalones, llegamos a una especie de sala con techo bajo artís-
ticamente decorada, que se ventilaba con aire del jardín. ¡Oh amigas mías! Adivinad quién estaba allí... Laurette, preparada como las vírgenes que antiguamente se inmolaban
en el templo de Baco... el abad Ducroz, vicario del arzobispado de París, hombre de unos
treinta años, con un rostro muy agradable, encargado especialmente de la vigilancia de
Panthémont, y el padre Téléme, religioso, moreno, guapo, de treinta años, confesor de las
novicias y las pensionistas.
-Tiene miedo -dice Delbène acercándose a ambos hombres y presentándome a ellos-
aprende, joven inocente -continuó mientras me besaba- que sólo nos reunimos aquí para
joder... para entregarnos a horrores... a atrocidades. Si nos sumergimos en el fondo de la
región de los muertos, es para estar lo más lejos posible de los vivos. Cuando se es tan
libertino, tan depravado, tan criminal, se desearía estar en las entrañas de la tierra, con el
fin de poder huir mejor de los hombres y de sus absurdas leyes.
Por muy adelantada que estuviese yo en la carrera de la lubricidad, confieso que este
principio me intimidó.
-¡Oh cielos! -digo completamente emocionada ¿qué vamos a hacer en estos subterrá-
neos?
-Crímenes -me dice Mme. Delbène-; vamos a mancharnos con ellos ante tus ojos, va-
mos a enseñarte a que nos imites... ¿Temes alguna debilidad?... ¿Me habré equivocado al
responder de ti?
-No temas -respondí yo con prontitud-, juro entre tus manos que no me aterrorizaré por
lo que pueda ocurrir.
Enseguida, Delbène ordena a Volmar que me desnude.
-Tiene el culo más bonito del mundo -dice el gran vicario en cuanto me ha visto com-
pletamente desnuda. Y enseguida cubren mis nalgas con besos... caricias, después, pa-
sando una de sus manos por mi montecillo, el hombre de Dios trataba de que su miembro
pudiese frotarse fuertemente contra mi trasero para excitarse lúbricamente: pronto penetra
casi sin trabajo, y en ese mismo momento Télème enfila mi coño. Los dos se corren, y
confieso que los sigo enseguida.
Juliette -me dice la superiora- acabamos de proporcionarte los dos mayores placeres de
los que puede gozar una mujer: es preciso que nos digas con toda franqueza con cuál de
los dos te has deleitado mejor.
-En verdad, señora -respondí-, ambos me han dado tanto placer que me sería imposible
pronunciarme al respecto. Todavía siento, por reminiscencia, sensaciones al mismo tiem-
po tan confusas y voluptuosas que difícilmente podría asignarles su verdadero valor.
-Hay que hacerla recomenzar -dice Télème- el abad y yo cambiaremos nuestros ata-
ques, rogaremos a la bella Juliette que examine sus sensaciones, y nos dé un informe más
exacto de ellas.
-¡Y bien! de buena gana -respondí-, creo como vos que sólo recomenzando me será po-
sible decidir.
-Es encantadora -dice la superiora-; tiene madera para que hagamos de ella la putilla
más bonita que hemos formado desde hace mucho tiempo. Pero es preciso disponer todo
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!Julieta!
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