Como te veo devorada por la pasión de desvirgar a una muchacha, o por serlo -me dice
un día esta encantadora mujer- no me cabe la menor duda de que Sainte -Elme te ha con-
cedido estos placeres, o te los promete para pronto. De ninguna manera hay peligro con
ella, porque está destinada como yo a pasar el resto de sus días en el claustro; pero, Juliet-
te, si ella hace contigo otro tanto, nunca podrás casarte, y ¡cuántas desgracias podrían so-
brevenirte como consecuencia de esta falta'. Sin embargo, escúchame, ángel mío, sabes
que te adoro, sacrifica a Sainte-Elme y yo satisfago al instante todos los placeres que tú
desees. Elegirás en el convento a aquélla cuyas primicias quieras recoger, y seré yo la que
mancillaré las tuyas... Los desgarramientos... las heridas... tranquilízate, yo arreglaré to-
do. Pero estos son grandes misterios; para ser iniciada en ellos, necesito tu juramento de
que a partir de este momento, no volverás a hablar a Sainte-Elme: de otra forma, no pon-
dré límites a mi venganza.
Como amaba demasiado a esa encantadora muchacha para comprometerla, y como,
además, ardía en deseos de probar los placeres que me esperaban si renunciaba a ella, lo
prometí todo.
- ¡Y bien! -me dice Delbène al cabo de un mes de prueba-, ¿has hecho tu elección? ¿A
quién quieres desvirgar?
Y aquí, amigos míos, ¡no adivinaríais en vuestra vida sobre qué objeto se había deteni-
do con complacencia mi libertina imaginación! Sobre esta muchacha que tenéis ante
vuestros ojos... sobre mi hermana. Pero Mme. Delbène la conocía demasiado bien como
para no hacerme desistir del proyecto.
- ¡Pues bien! -digo- dame a Laurette.
Su infancia (apenas si tenía diez años), su bonita carita despierta, la altura de su cuna,
todo me excitaba... todo me inflamaba hacia ella; y la superiora, viendo que casi no había
obstáculos, en vista de que esta huerfanita no tenía como protector en el convento más
que a un viejo tío que vivía a cien leguas de París, me aseguró que ya podía dar por sacri-
ficada la víctima que mis deseos inmolaban por adelantado.
El día ya estaba elegido; Mme. Delbène, haciéndome ir la víspera a pasar la noche en
sus brazos, hizo recaer la conversación sobre las materias religiosas.
-Mucho me temo -me dice- que hayas ido muy lenta, hija mía; tu corazón, engañado
por tu mente, todavía no está en el punto que yo desearía. Esas infames supersticiones te
fastidian todavía, lo juraría. Escucha, Juliette, préstame toda tu atención, y procura que en
el futuro tu libertinaje, apoyado en excelentes principios, pueda con desfachatez, como en
mí, entregarse a todos los excesos sin remordimientos.
El primer dogma que se me ocurre, cuando se habla de religión, es el de la existencia de
Dios: comenzaré razonablemente con su examen puesto que es la base de todo el edificio.
¡Oh Juliette! no hay ninguna duda de que sólo a las limitaciones de nuestro espíritu se
debe la quimera de un Dios; al no saber a quién atribuir lo que vemos, en la extrema im-
posibilidad de explicar los ininteligibles misterios de la naturaleza, gratuitamente hemos
erigido por encima de ella un ser revestido del poder de producir todos los efectos cuyas
causas nos eran desconocidas.
Tan pronto como se consideró a este abominable fantasma el autor de la naturaleza,
hubo que verlo igualmente como el del bien y el del mal. La costumbre de creer que estas
opiniones eran verdaderas y la comodidad que se hallaba en esto para satisfacer a la vez
la pereza y la curiosidad, hicieron que pronto se diese a esta fábula el mismo grado de
creencia que a una demostración geométrica; y la persuasión llegó a ser tan fuerte, la cos-
tumbre tan arraigada, que se necesitó toda la fuerza de la razón para preservarse del error.
No hay más que un paso de la extravagancia que admite un Dios a la que hace adorarlo:
nada más sencillo que implorar a lo que se teme; nada más natural que este procedimien-
to que quema incienso en los altares del mágico individuo que se constituye a la vez en el
motor y el dispensador de todo. Lo creían malo, porque resultaban malos efectos de la
necesidad de las leyes de la naturaleza; para apaciguarlo se necesitan víctimas: y de ahí
los ayunos, las laceraciones, las penitencias, y todas las otras imbecilidades, frutos del
temor de unos y del engaño de otros; o, si lo prefieres, efectos constantes de la debilidad
de los hombres, porque es cierto que allí donde éstos se encuentran se hallarán también
dioses engendrados por el terror de tales hombres, y homenajes rendidos a tales dioses,
resultados necesarios de la extravagancia que los erige. Mi querida amiga, no hay duda de
que esta opinión de la existencia y del poder de un Dios distribuidor de bienes y males es
la base de todas las religiones de la tierra. Pero, ¿cuál de estas tradiciones es preferible?
Todas alegan revelaciones hechas en su favor, todas citan libros, obras de sus dioses, y
todas quieren ser la que prevalezca sobre las demás. Para aclararme en esta difícil elec-
ción no tengo más guía que mi razón, y en cuanto examino a su luz todas estas pretensio-
nes, todas estas fábulas, ya no veo más que un montón de extravagancias y de simplezas
que me impacientan y sublevan.
Después de haber dado un rápido recorrido a las absurdas ideas de todos los pueblos
sobre este importante tema, me detengo por fin en lo que piensan los judíos y los cristia-
nos. Los primeros me hablan de un Dios, pero no me explican nada de él, no me dan nin-
guna idea suya, y no veo más que alegorías pueriles sobre la naturaleza del Dios de este
pueblo, indignas de la majestad del ser al que quieren que yo admita como el creador del
universo; el legislador de esta nación me habla de su Dios sólo con contradicciones sub-
levantes, y los rasgos con los que me lo pinta son mucho más propios para hacer que lo
deteste que para que lo sirva. Viendo que es este mismo Dios el que habla en los libros
que me citan para explicármelo, me pregunto cómo es posible que un Dios haya podido
dar de su persona nociones tan propias para conseguir que los hombres lo desprecien. Es-
ta reflexión me impulsa a estudiar tales libros con mayor cuidado: ¿qué ocurre cuando no
puedo impedir ver, al examinarlos, que no solamente no pueden estar dictados por el es-
píritu de un Dios, sino que además están escritos mucho tiempo después de la existencia
del que se atreve a afirmar que los ha transmitido de acuerdo con el Dios mismo? ¡Y
bien!, ¡así es como me engañan! exclamé al final de mis investigaciones; estos libros san-
tos que me quieren presentar como la obra de un Dios no son más que obra de algunos
charlatanes imbéciles, y en ellos se ve, en lugar de huellas divinas, el resultado de la es-
tupidez y de la bobería. Y en efecto, ¿hay mayor necedad que la de presentar por todas
partes, en estos libros, un pueblo favorito del soberano recién creado por él, que anuncia a
las naciones que sólo a él habla Dios; que sólo se interesa por su suerte; que sólo por él
cambia el curso de los astros, separa los mares, aumenta el rocío: cómo si no le hubiese
sido mucho más fácil a ese Dios penetrar en los corazones, iluminar los espíritus, que
cambiar el curso de la naturaleza, y como si esta predilección en favor de un pequeño.
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!Julieta!
RandomErótico√Lesbianismo√Acción√ En Una Escuela De Monjas Marqùes De Saleت