las cosas que pueden tener las más graves consecuencias, en razón de los progresos del
espíritu y de la forma en que se esfuerza uno por la extinción de sus prejuicios; de suerte
que, a medida que estos prejuicios desaparecen con la edad, o que la costumbre de las
acciones que nos hacían temblar llega a endurecer la conciencia, el remordimiento, que
era tan sólo el efecto de la debilidad de esta conciencia, se aniquila completamente, y se
llega así, en la medida que se desee, a los excesos más terribles? Pero quizás se me objete
que la clase de delito debe hacer más o menos fuerte el remordimiento. Sin duda, porque
el prejuicio de un gran crimen es más fuerte que el de uno pequeño... el castigo de la ley
más severo; pero aprended a destruir todos los prejuicios por igual, aprended a poner to-
dos los crímenes al mismo nivel, y, al convenceros de su igualdad, sabréis conformar el
remordimiento a éstos, y, como habréis aprendido a hacer frente al más pequeño remordi-
miento, pronto aprenderéis a vencer el arrepentimiento más fuerte y a cometer todos los
crímenes con igual sangre fría... Mi querida Juliette, el hecho de que estemos persuadidos
del sistema de la libertad y digamos: ¡qué desgraciado soy por no haber actuado de ma-
nera diferente!, es lo que hace que sintamos remordimientos después de una mala acción.
Pero si quisiésemos convencernos de que este sistema de libertad es una quimera, y que
una fuerza más poderosa que nosotros nos empuja a todo lo que hacemos, si quisiésemos
convencernos de que todo es útil en el mundo, y que el crimen del que nos arrepentimos
se ha hecho para la naturaleza tan necesario como la guerra, la peste o el hambre con las
que ella asola periódicamente los imperios, nos sentiríamos infinitamente más tranquilos
acerca de todas las acciones de nuestra vida, y ni siquiera concebiríamos el re-
mordimiento; y mi querida Juliette no diría que me equivoco atribuyendo a la naturaleza
lo que sólo debe ser efecto de mi depravación.
Todos los efectos morales -prosiguió Mme. Delbène responden a causas físicas. a las
que están encadenados irresistiblemente. Es el sonido que resulta del choque del palillo
con la piel del tambor: si no hay causa física, no hay choque, y, necesariamente, no hay
efecto moral, es decir, no se produce el sonido. Ciertas disposiciones de nuestros órganos,
el fluido nervioso más o menos irritado por la naturaleza de los átomos que respiramos...
por el tipo o la cantidad de partículas nitrosas contenidas en los alimentos que tomamos,
por el curso de los humores, y por otras mil causas externas, determinan a un hombre al
crimen o la virtud y a ambos a la vez, con frecuencia en un mismo día: este es el choque
del palillo, el resultado del vicio o de la virtud; cien luises robados del bolsillo de mi ve-
cino, o dados del mío a un desgraciado, es el efecto del choque, o el sonido. ¿Somos due-
ños dé estos segundos efectos, cuando los necesitan las primeras causas? ¿Puede ser to-
cado el tambor sin que resulte de aquí un sonido? ¿Y podemos oponernos nosotros a este
choque cuando él mismo es el resultado de cosas tan extrañas a nosotros, y tan depen-
dientes de nuestra organización? Así pues, es una locura, una extravagancia, no hacer to-
do lo que nos apetece, y arrepentirnos de lo que hemos hecho. Según esto, el remor-
dimiento no es más que una pusilánime debilidad que debemos vencer, en la medida que
dependa de nosotros, por la reflexión, el razonamiento y la costumbre. Por otra parte,
¿qué cambio puede aportar el remordimiento a lo que se ha hecho? No puede disminuir
su daño, puesto que nunca llega más que una vez cometida la acción; rara vez impide que
se cometa de nuevo, y, por consiguiente, no sirve para nada. Una vez que se ha hecho el
daño, suceden necesariamente dos cosas: o es castigado o no lo es. En esta segunda hipó-
tesis, el remordimiento sería con toda seguridad una tontería vergonzosa: porque ¿de qué
serviría arrepentirse de una acción, fuese de la naturaleza que fuese, que nos haya aportado una satisfacción muy intensa y que no haya tenido ninguna consecuencia enojosa? En
un caso así, arrepentirse del daño que esta acción haya podido causar al prójimo sería
amarlo más que a uno mismo, y es totalmente ridículo sentir lástima por la pena de los
otros, cuando esta pena nos ha proporcionado placer, cuando nos ha servido, agradado,
deleitado, en el sentimiento que sea. Consiguientemente, en este caso, el remordimiento
no tiene razón de ser. Si la acción es descubierta y castigada, entonces, si queremos real-
mente analizarnos, tendremos que reconocer que no nos arrepentimos del daño causado al
prójimo con nuestra acción, sino de la torpeza con que la hemos realizado para que haya
sido descubierta; y entonces, sin duda, nos entregamos a las reflexiones resultantes de la
lamentación de esta torpeza... sólo para aprender de ellas una mayor prudencia, si el cas-
tigo os deja vivir; pero estas reflexiones no son remordimientos, porque el remordimiento
real es el dolor producido por el que se ha ocasionado a los otros, y las reflexiones de las
que hablamos no son mas que los efectos del dolor producido por el daño que se hace uno
mismo: lo que hace ver la extrema diferencia que existe entre cada uno de estos senti-
mientos, y, al mismo tiempo, la utilidad de uno y la ridiculez del otro.
Cuando llevamos a cabo una mala acción, por muy atroz que pueda ser, ¡cómo nos
compensa del daño que ha producido sobre nuestro prójimo la satisfacción que nos pro-
porciona, o el beneficio que obtenemos de ella! Antes de cometer esta acción, ya había-
mos previsto el daño que resultaría para los otros; sin embargo, este pensamiento no nos
ha detenido: al contrario, con frecuencia nos produce placer. La mayor tontería que puede
hacerse es insistir sobre este pensamiento una vez cometida la acción, o dejarle que actúe
dentro de nosotros de manera diferente. Si esta acción influye en que nuestra vida sea
desgraciada, porque ha sido descubierta, pongamos todo nuestro empeño en descubrir, en
analizar las causas que han permitido que fuese descubierta; y sin arrepentirnos de algo
que no podíamos hacer de otra forma, pongamos todo en práctica para que en el futuro no
nos falte la prudencia, extraigamos de la desgracia que ha podido sobrevenirnos por esta
equivocación la experiencia necesaria para mejorar nuestros medios, y asegurarnos en
adelante la impunidad, corriendo un tupido velo sobre el involuntario desorden de nuestra
conducta. Pero nunca llegaremos a extirpar los principios por vanos e inútiles remordi-
mientos, porque ésta mala conducta, esta depravación, estos extravíos viciosos, crimina-
les o atroces, nos han complacido, nos han deleitado, y no debemos privarnos de algo
agradable. Sería como la locura de un hombre que porque un día le hubiese sentado mal
la cena, quisiera dejar de cenar para siempre.
La verdadera sabiduría, mi querida Juliette, no consiste en reprimir los vicios, porque,
siendo los vicios casi la única felicidad de nuestra vida, sería un verdugo de sí mismo el
que quisiera reprimirlos; la sabiduría consiste en entregarse a ellos con tal misterio, con
tan grandes precauciones, que nunca *nos puedan sorprender. Y que nadie tema que esto
disminuirá sus delicias: el misterio aumenta el placer. Por otra parte, una conducta seme-
jante asegura la impunidad, ¿y no es la impunidad el alimento más delicioso de los liber-
tinajes?
Una vez que te he enseñado a dominar el remordimiento nacido del dolor de haber
hecho el mal con demasiada evidencia, es esencial, mi querida amiga, que ahora te indi-
que la manera de extinguir totalmente en uno esta voz confusa que, en los momentos de
reposo de las pasiones, viene todavía algunas veces a protestar contra los extravíos a 'os
que nos condujeron aquéllas; ahora bien, esta manera es tan segura como dulce, puesto
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!Julieta!
RandomErótico√Lesbianismo√Acción√ En Una Escuela De Monjas Marqùes De Saleت