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que consiste en repet
ir tan a menudo lo que nos ha provocado los remordimientos que la
costumbre de cometer esta acción, o de combinarla, impida toda posibilidad de lamentar-
se por ella. Esta costumbre, al aniquilar el prejuicio, al obligar a nuestra alma a moverse
con frecuencia en la forma y la situación que primitivamente le desagradaban, acaba por
hacerle fácil el nuevo estado adoptado, e incluso delicioso. El orgullo sirve de ayuda; no
sólo hemos hecho algo que nadie se atrevería a hacer, sino que además nos hemos acos-
tumbrado de tal forma a ello que ya no podemos existir sin esa cosa: éste es un primer
goce. La acción cometida engendra otra; ¿y quién duda de que esta multiplicación de pla-
ceres no acostumbra pronto al alma a plegarse a la forma de ser que debe adquirir, por
muy penoso que haya podido parecerle, al comenzar, la situación forzada en la que le po-
nía esta acción?
¿No sentimos lo que te digo en todos los pretendidos crímenes presididos por la volup-
tuosidad? ¿Por qué no nos arrepentimos nunca de un crimen de libertinaje? Porque el li-
bertinaje pronto se convierte en una costumbre. Lo mismo puede decirse de todos los
otros extravíos; como la lubricidad, todos pueden transformarse fácilmente en hábito, y,
como la lujuria, todos pueden provocar en el sistema nervioso una excitación que, muy
semejante a esta pasión, puede llegar a ser tan deliciosa como ella, y por consiguiente,
como ella, metamorfosearse en necesidad.
Oh Juliette; si quieres como yo vivir feliz en el crimen... y yo cometo muchos, querida
mía... si quieres, digo, encontrar en él la misma felicidad que yo, trata de conseguirte, con
el tiempo, una costumbre tan dulce que te sea imposible poder existir sin cometerlo; y
que todas las convenciones humanas te parezcan tan ridículas que tu alma flexible, y a
pesar de eso enérgica, se vaya acostumbrando imperceptiblemente a convertir en vicios
todas las virtudes humanas y en virtudes todos los crímenes: entonces te parecerá que an-
te tus ojos se abre un nuevo universo; se filtrará por tus nervios un fuego devorador y de-
licioso, abrazará ese fluido, eléctrico donde reside el principio de la vida. Feliz por vivir
en un mundo al que me exila mi triste destino, cada día te trazarás nuevos proyectos, y
cada día su realización te colmará de una voluptuosidad que sólo será conocida por ti. To-
dos los seres que te rodean te parecerán otras tantas víctimas entregadas por la suerte a la
perversidad de tu corazón; ni lazos ni cadenas, todo desaparecerá pronto bajo la llama de
tus deseos, ya no se elevará ninguna voz en tu alma para ahogar el eco de su impetuosi-
dad, ningún prejuicio militará ya en su favor, todo habrá sido suprimido por la sabiduría,
y llegarás insensiblemente a los últimos excesos de la perversidad por un camino cubierto
de flores. Entonces será cuando reconozcas la debilidad de lo que en otro tiempo te ofre-
cían como inspiraciones de la naturaleza; cuando te hayas burlado durante unos años de
lo que los estúpidos llaman sus leyes, cuando para familiarizarte con su infracción te
hayas complacido en pulverizarlas, entonces verás a la pícara naturaleza, encantada de
haber sido violada, doblegarse bajo tus deseos, llegar por sí misma a ofrecerse a tus cade-
nas... presentarte las manos para que la hagas tu cautiva; convertida en tu esclava en lugar
de ser tu soberana, enseñará delicadamente a tu corazón la forma de ultrajarla mucho me-
jor, como si se complaciese en el envilecimiento, y como si te indicase que el mejor mo-
do de obedecer sus leyes es insultarla hasta el exceso. No te resistas nunca cuando hayas
llegado a este punto; insaciable en sus pretensiones sobre ti, en cuanto hayas encontrado
el medio de dominarla, te conducirá paso a paso de extravío en extravío; el último come-
tido no será mas que el principio de otro por el que se someterá a ti de nuevo; como la
prostituta de Sybaris, que se entregaba bajo todas las formas y adoptaba todas las postu-
ras para excitar los deseos del voluptuoso que la pagaba, igualmente te enseñará cien
formas de vencerla, y todo esto para, a su vez, encadenarte con más fuerza. Pero una sola
resistencia, te lo repito, una sola te haría perder todo el fruto de las últimas caídas; no co-
nocerás nada si no lo conoces todo; pero si eres lo suficientemente tímida como para de-
tenerte, se te escapará para siempre. Abstente sobre todo de la religión, nada como sus
peligrosas inspiraciones para desviarte del buen camino: semejante a la hidra, cuyas ca-
bezas renacen a medida que se las corta, te importunará sin cesar si tú no te cuidas de ani-
quilar constantemente sus principios. Temo que las extrañas ideas de ese Dios fantástico
con que empozoñaron tu infancia vengan a perturbar tu imaginación en medio de sus más
divinos extravíos: ¡Oh Juliette, olvídala, desprecia la idea de ese Dios vano y ridículo!; su
existencia es una sombra que disipa en un momento el más débil esfuerzo del espíritu, y
nunca estarás tranquila mientras que esa odiosa quimera no haya perdido sobre tu alma
todas las facultades que le dio el error. Aliméntate constantemente de los grandes
principios de Spinoza, de Vanini, del autor del Sistema de la Naturaleza; los estudiare-
mos, los analizaremos juntas; te prometí discusiones profundas sobre este tema, manten-
dré mi palabra: nos llenaremos las dos del espíritu de estos sabios principios. Si todavía te
surgen dudas, me las comunicarás, yo te tranquilizaré: siendo tan firme como yo, pronto
me imitarás, y como yo, nunca volverás a pronunciar el nombre de ese infame Dios más
que para blasfemarlo y odiarlo. Confieso que la idea de tal quimera es la única equivoca-
ción que no puedo perdonarle al hombre; lo justifico en todos sus extravíos, lo compa-
dezco en todas sus debilidades, pero no puedo pasarle por alto el que haya erigido a se-
mejante monstruo, no le perdono que se haya forjado él mismo las cadenas religiosas que
tan violentamente le han subyugado, y que él mismo haya presentado el cuello bajo el
vergonzoso yugo que había preparado su estupidez. No acabaría nunca, Juliette, si tuviese
que entregarme a todo el horror que me inspira el execrable sistema de la existencia de un
Dios: mi sangre hierve ante su solo nombre; cuando lo oigo pronunciar, me parece ver al-
rededor de mí las sombras palpitantes de todos los desgraciados que esta abominable opi-
nión ha destruido sobre la superficie del globo; me invocan, me conjuran a que utilice
todas las fuerzas o el talento que haya podido recibir, para extirpar del alma de mis seme-
jantes la idea del repugnante fantasma que les hizo perecer sobre la tierra.
Aquí, Mme. Delbène me pregunta hasta dónde había llegado yo en estas cosas.
-Todavía no he hecho mi primera comunión -le digo.
- ¡Ah!, mucho mejor-me respondió abrazándome-
; ángel mío, yo te evitaré tal idolatría;
respecto a la confesión, cuando te hablen de ella, responde que no estás preparada. La
madre de las novicias es amiga mía, depende de mí, te recomendaré a ella y no te moles-
tarán. En cuanto a la misa, tenemos que ir a ella a pesar de todo; pero, toma: ¿ves esta
bonita colección de libros? -me dice mostrándome unos treinta volúmenes encuadernados
en piel roja-; te prestaré estas obras, y su lectura, durante el abominable sacrificio, te
compensará de la obligación de ser testigo de él.
- ¡Oh amiga mía! -digo a Mme. Delbène- ¡Cuántas cosas te debo! Mi corazón y mi es-
píritu ya se habían adelantado a tus consejos... no respecto a la moral, puesto que acabas
de decirme cosas demasiado fuertes y demasiado nuevas como para que se me hubiesen
ocurrido ya a mí; pero no te había esperado para detestar, como tú, la religión, y cumplía
los horribles deberes religiosos con la mayor repugnancia. ¡Qué feliz me haces prome 12
tiéndome ampliar mis luces! ¡Ay de mí al no haber oído nada sobre estos objetos supers-
ticiosos!, el costo de mi pequeña impiedad no se debe todavía más que a la naturaleza.
-¡Ah!, sigue sus inspiraciones, ángel mío... son las únicas que nunca te engañarán.
-Sabes -proseguí- que todo lo que acabas de enseñarme es muy fuerte, y que es extraño
estar tan instruida a tu edad. Permíteme que te diga, amada mía, que es difícil que la con-
ciencia haya alcanzado el grado que parece tener la tuya sin algunas acciones muy extra-
ordinarias; y ¿cómo, perdona mi pregunta, cómo, en tu interior, tuviste la ocasión de los
delitos capaces de endurecerte hasta ese punto?
-Algún día sabrás todo eso -me respondió la superiora levantándose.
-¿Y por qué esta tardanza?... ¿Temes?
-Sí, horrorizarte.
-¡Nunca, nunca!
Y el ruido de las amigas que llegaban impidió que Delbène me aclarase aquello que yo
ardía en deseos de saber.
-¡Chist, chist! -me dice-, ahora pensemos en el placer... Bésame, Juliette, te prometo
que algún día tendrás mi confianza.
Pero nuestras amigas aparecieron; es preciso que os las pinte.
Mme. de Volmar acababa de tomar los hábitos hacía alrededor de seis meses. Con ape-
nas veinte años, alta, delgada, esbelta, muy blanca, de pelo castaño, y el cuerpo más her-
moso que pueda imaginarse, Volmar, dotada de tantos encantos, era con razón una de las
alumnas preferidas de Mme. Delbène, y, después de ella, la más libertina de todas las mu-
jeres que iban a asistir a nuestras orgías.
Sainte-Elme era una novicia de diecisiete años, con un rostro encantador, muy animosa,
ojos hermosos, un pecho bien moldeado, y el conjunto excesivamente voluptuoso. Elisa-
beth y Flavie eran dos pensionistas, la primera de apenas trece años, la segunda de dieci-
séis. El rostro de Elisabeth era fino, con rasgos muy delicados, formas agradables y ya
pronunciadas. En cuanto a Flavie, tenía el rostro más celeste que se pueda ver en todo el
mundo: no existe una risa más bonita, unos dientes más hermosos, un pelo más bello; na-
die posee un talle más perfecto, una piel más dulce y más fresca. ¡Ah!, amigas mías, si
tuviese que pintar a la diosa de las flores, no elegiría jamás a otra modelo.
Los primeros saludos no fueron largos; sabiendo todas el motivo de la reunión, no tar-
daron en ir al grano; pero confieso que sus propósitos me asombraron. Ni en un burdel se
realizan unos actos de libertinaje con la soltura y la facilidad de estas jóvenes; y nada era
tan agradable como el contraste de su modestia, de su recato en el mundo, y su gran inde-
cencia en estas reuniones lujuriosas.
-Delbène -dice Mme. de Volmar según entra- te desafío a que me hagas manar hoy; es-
toy agotada, querida; he pasado la noche con Fontenille... Adoro a esa bribonzuela; ¡en
mi vida me lo han movido mejor... nunca he vertido tanto líquido, con tanta abundancia...
tan deliciosamente'. ¡Oh, querida, qué cosas hemos hecho!

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