Prólogo

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En las remotas profundidades de las montañas hubo un feudo apartado del resto de la civilización. Japón crecía y se hundía en guerras por el poder, sus cortes repletas de intrigas y traiciones, sus campos teñidos de sangre; y en aquel asentamiento, regido por un señor feudal tan respetado como temido, la tranquilidad de su ostracismo permitió que problemas distintos ocuparan la mente del pueblo. Problemas de índole menos humana, más sobrenatural.

—Señor —el sacerdote Hirotsu se puso de rodillas. Un haori grueso de mangas largas lo resguardó del frío de la época invernal—, ha llegado de nuevo el día.

El fuego crepitó en los hogares dispuestos a los costados del desnivel donde, apartado de las corrientes de aire, el señor feudal, Mori Ougai, bebía largos tragos al nihonshu, subiendo la temperatura de su cuerpo del interior al exterior.

—¿Y? —cuestionó dejando el sakazuki sobre el tatami, junto al tokkuri medio vacío.

—Ya no quedan sacrificios.

El hombre de marcadas bolsas bajo los ojos, que lo avejentaban, signos del desgaste propio de un regidor, entornó la mirada haciendo al sacerdote achicarse en su sitio.

—Se han dado tanto a doncellas como a adolescentes varones —explicó Hirotsu, escondido en las palabras—, casi a infantes. Si continuamos modificando la edad de la ofrenda a la Bestia, pronto los que quedarán serán muy jóvenes o demasiado viejos para encargarse de las tierras, y enfrentaremos una crisis.

Sopesó la información y la urgencia:

—Los nobles ya han ofrecido a sus hijos —mencionó el señor feudal sin ser pregunta, una confirmación personal—. Esta sería la última ofrenda del año, ¿cierto? —el sacerdote asintió— La Bestia entrará en su letargo hasta primavera, lo que nos otorgaría valioso tiempo para acudir a la capital en busca del apoyo del Emperador.

La posibilidad planteada en voz alta estremeció al sacerdote.

—¿Pedirá que sea exorcizado? —preguntó con miedo reverencial.

—Es sacrificar a nuestra deidad protectora o perecer por proporcionarle alimento.

Hirotsu admitió a regañadientes la lógica del razonamiento. Pese a eso quedaba un detalle inmediato a contemplar, cuya irresolución significaría la masacre completa del pueblo, antes de si quiera plantearse el enviar una comitiva a Kyoto.

—Aún faltaría hallar un sacrificio —su observación se halló repleta de gran pesar por la triste encomienda que sería solicitar a una familia, dar a otro de sus hijos para ser devorado en nombre del bien común. Deliberar respecto a la elección de la familia a la que concedería el terrible destino, en forma de "honor", le traería noches en vela rezando a los dioses, rogando le iluminaran en la compresión de (o en la mansedumbre a) la tragedia cernida en ellos.

—No será necesario.

—¿No... será necesario? —la confusión fue clara en su semblante surcado por la sabiduría e inquietud de los años y su puesto.

Enderezando el cuerpo, el señor feudal se mostró tan firme y comprensivo como el más grande de los nobles, su gesto inclinado a la generosa resignación que se da de corazón por la ventura del pueblo.

—Si mis vasallos y siervos han dado a sus hijos, es menester que su señor haga lo propio, siendo la última opción que queda —pronunció—. Ha de inmolarse mi sangre, a mi heredero, por el feudo. Con placer humilde mi hijo, Osamu, se entregará en sacrificio a la Bestia, obsequiando a su gente la oportunidad de sobrevivir.

De no haber sido por el brillo malicioso en el fondo de su torva mirada, el sacerdote habría corrido a pregonar la decisión como el más loable de los sacrificios realizado por un administrador imperial. Justo por el modo en que los ojos de su señor refulgieron, satisfecho por atizar un golpe doble, contuvo las náuseas y se puso en pie, dispuesto a ser cómplice del asesinato del heredero, en vez de tener que volver a destruir una familia.

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