VI. Lealtad

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Fuera una emoción lo que evitaba que Osamu utilizara a la deidad en su contra, u otro detalle, debía actuar rápido. Cada hora postergando la acción daba al chiquillo la oportunidad de espabilar.

La madrugada posterior a la indeseable confirmación de vida de su hijo, se prestó al revoloteo impaciente de distintos planes, sin concretar ni uno ni conciliar el sueño a causa de la alerta. A las últimas horas de oscuridad, clareando el horizonte, un sirviente anunció que la general deseaba verlo con urgencia.

Al hacerla pasar, el insomnio se burló de él desatando un dolor punzante en su sien derecha. Requería de un milagro para coordinar el feudo, aún en sus manos y ajeno a la desgracia que se cernía encima, con la desgracia; por lo que la apresuró a hablar.

—Creo que podré ayudar a mi señor a descansar —la complacencia en la oración le recordó que Kouyou era la única persona capaz de comprender sus anhelos, de compartirlos y permanecer a su lado por una lealtad refinada, no por la osca costumbre militar—. Uno de los soldados que enviamos con el sacerdote, se ha adelantado a la comitiva que partió de la Capital Imperial rumbo al feudo, para avisar su llegada y darnos tiempo de alistar el recibimiento correspondiente —en el sumario de la carta, levantándose de su reverencia, añadió la insinuación de la dichosa solución.

Tomando la carta física, Mori comprendió mejor.

La carta no venía firmada por el sacerdote, sino por el chico, el hermano de la sacerdotisa, que enviaron de encubierto.

Acercó el pergamino, el doble de grande para el mensaje transmitido, a una vela, pasándolo por encima de la llama. El calor del fuego reveló un texto oculto bajo el primero.

—Debes estar muy orgullosa de tu pupilo —alabó, leyendo la estimación del arribo de la comitiva, así como los datos de quienes venían con ella, principalmente monjes que creían que su enemigo era una divinidad enloquecida.

—De ambos, en realidad.

El señor feudal le dedicó una mirada interrogante.

—Antes de venir he ido con la sacerdotisa. Prevé que nuestros invitados y su antecesor llegarán con la última nevada de invierno, la más fuerte. Coincidencia, mi señor, que, como dije, puede ayudarle a descansar de aquí a tres días, accediendo a que la nieve se encargue de las huellas de cualquier "contratiempo".

Una sonrisa se ensanchó en su rostro, coincidiendo con su general. El destino estaba de su parte, pese a las cartas a favor de Osamu. Y a diferencia de su malcriado hijo, él no permitiría que sentimentalismos inútiles interfirieran.

—Has los preparativos —concretó—. Y Kouyou, pide a Ryunosuke que personalmente impulse a la deidad a hacer su deber con Osamu. No quiero errores esta vez.

Asintiendo, la general acató retirándose.

Llamando a un criado el señor feudal ordenó un festejo al día siguiente. Pese a su suerte y la confianza en que Kouyou comprendía sus deseos, entendía que la jugada era arriesgada. Obligaría a Dazai a moverse, y o bien sería a su favor, o bien en su en contra. En caso de perder, deseaba disfrutar. Estaba seguro de que, en el infierno, a donde iría a parar tras la muerte, no tendría oportunidad de hacerlo.

. . .

El ave negra sobrevoló la zona de acampada en que se instalaron, evadiendo el humo de la fogata. Anunció a agudo chillido su presencia. Los monjes, poco acostumbrados a los mensajeros del ejército, alzaron la vista alertados por un instinto más fuerte que sus creencias, el de la supervivencia. Pequeña o grande, real o no, el ave tenía la esencia de un depredador.

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