V. Desconcierto

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Bebió hasta saciar su sed, vaciando a la desdichada criatura que pataleó en un fútil intento de escapar. En su lengua el pulso del joven macaco se diluyó conforme la sangre le bañó las papilas gustativas, deslizándose por su tráquea, saciando su instinto.

Atsushi jadeó soltando la ofrenda que se desplomó inerte, tardando en recuperarse del éxtasis suscitado por el alimento, sus ojos tornándose dorados, una línea de sangre escurriéndole por la comisura del labio, su mano atajada por el humano que se apresuró a limpiarlo con el índice, dirigiendo la gota extraviada a su boca. En un acto involuntario su lengua envolvió el dedo, pasando por la lisa y dura consistencia de la uña, a la piel y los dobleces. El gusto, sensible por el reciente acto, distinguió cada fina línea y el sabor salado que no correspondía a la sangre.

Sujetó la muñeca. La lengua abandonó la zona inicial explorando la palma, rozando con los colmillos la superficie, sin incrustarse. Acto íntimo de adoración, no de hambre.

Un estremecimiento recorrió a Dazai. La sacudida se trasfirió, cual relámpago, a Atsushi, devolviéndole un grado de lucidez por el que atravesó una súbita vergüenza. Abrió distancia al alejarlo, retrocedió tambaleante, tropezando con una de las pilas de libros desperdigadas en el viejo tatami de la estancia principal del templo, cayendo de sentón.

—¿Estás bien? —preguntó el humano.

Atsushi percibió su pulso acelerado, y no por la preocupación. Se azoró con mayor fuerza. Negó, después asintió, y finalmente echó a correr con una burda excusa:

—Tengo que vigilar la madera.

. . .

La deidad escapó dejándolo a solas, la confusión dando vueltas en su cabeza. El cosquilleo producido por la lengua de lo divino, en exceso cerca de la provocación humana, se le metió hasta el pecho. Mordió su labio. El dolor le brindó claridad por un instante y de inmediato el resquicio se desvaneció. En las tinieblas de un sentimiento llenándolo contra voluntad, hizo lo posible por aferrarse a su compromiso con un objetivo. Cada día era más difícil, y temía un día ser dominado.

No quiso pensar en tan fatídico momento.

La mano le ardió sin ser dolor, y la escondió entre las mangas del haori de lana. Inspiró profundo situando su atención en el descubrimiento en los estantes y los documentos apilados entre polvo, humedad y termitas. Repitió para sí la información. Salvaguarda a sus inquietudes:

Había oportunidad de escapar —¡y más!— del templo al que fue confinado. La había, y sus emociones eran el impedimento para realizarla.

Las leyes de los dioses no son absolutas, no en el terreno humano, en donde la imperfección forzosa de la esencia del mundo permea cuanto pone un pie en su reino, obligándolo a trastocar su perfección, en condición invariable para permanecer en su presencia. Si se trata de un efecto a favor del bienestar humano, previniendo el empecinamiento de lo divino, o de un simple socavón azaroso con el que debían lidiar los dioses, no tenía ni idea e igual lo agradeció y lo detestó.

Su agradecimiento se hallaba en elementos engarzados con sus razones para detestarlo.

Dichas razones y elementos los encontró los primeros días, justo a tiempo para calmar la sed de la deidad que, a su llegada, tenía más apariencia de un ser demoniaco y que, por el consumo constante de alimento, recuperó parte de su aspecto afable a la humanidad.

Los archivos que le entregaron la llave de calma a la desgracia en el templo, le concedieron respuestas inesperadas: su madre fue la última descendiente Dazai, la última rehén de una familia que gobernó generaciones atrás, cuando los Mori se hicieron con el mando en un levantamiento sangriento. El feudo, hasta entonces equilibrado por una administración comprometida, evitaba que los nobles se excedieran a costa del trabajo del común de la población. Norma que fue propiciando inconformidades en quienes tienen y desean más.

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