II. Absurdo

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Los días consiguientes fueron caóticos, resultado de la complicación que trajo el que su alimento se negara a ser ingerido.

Las primeras horas tras la negativa, en su confusión, olvidó el hambre. Primó por encima de la urgencia de alimento, el ajustarse a una realidad que habría considerado imposible, o menos, ¡inconcebible!: rechazo.

Entre el desconcierto y un bocadillo resuelto a poner de cabeza lo natural y lógico, se encontró acompañado los días más gélidos de invierno.

Cuando debió estar ovillado para invernar con el estómago lleno, dio tumbos por su viejo templo abriendo zonas que ni siquiera recordaba —consecuencia del desuso—, encendiendo antorchas, limpiando, acomodando y despejando espacio al humano.

Sacó cajas enteras de pergaminos corroídos, la historia de la región condenada a perecer en el olvido, rescatada por el mortal que la desempacó, estiró y leyó por las noches, a luz del fuego en la estancia principal, antes de dormir y darle libertad de continuar rumiando su confusión. Pasmado permitió el paso de los días respondiendo, a monosílabos, preguntas concretas, y si no había actividades pendientes, quedándose en un resquicio lóbrego anhelando que el mundo volviera a girar como correspondía. La magnitud de su aturdimiento lo botó varias veces de la enajenación para hacerlo contemplarse en un espejo enmohecido, o en el hielo de la entrada, a confirmar que seguía siendo un adefesio de lo divino.

Sus ojos aún eran lunas rojas, de los labios le sobresalían la punta de afilados colmillos, garras deformaban sus dedos, la piel permanecía lívida, y en las zonas expuestas se apreciaba el tenue plateado de un entramado semejante al que vestiría un tigre. Tocó la piel. El frío y el hueco en el estómago le recordaron su condición.

La tristeza matizaba su asombro y aceptaba la presencia humana sin debatir ni órdenes ni negativa.

En ocasiones sintió pinchazos de hambre. Una caja o una indicación oportunas atajaron su atención, y nada ocurrió.

El heredero conversaba, lo hacía para sí, sosteniendo un pergamino u observando detenidamente un tallado en la madera. Cuchicheo largo e incoherente —al menos para él—, que lo distraía de sus cavilaciones, y que pronto ignoraba al considerar que su participación era innecesaria. En dicho ostracismo se mantuvo yendo y viniendo, sin diferenciar día de noche, hasta que el hambre pudo más que su confusión.

Una mañana, en el corazón del extenso bosque de árboles perenes y escarpadas inclinaciones al pie del cinturón de montañas, las tormentas de nieve formándose en lo alto, en las nubes negras y tempestuosa; el alba amparó un rugido que emergió del templo inserto en la roca.

El monstruo, acuciado por el hambre que de la nada lo forzó a abandonar el embrollo que lo aquietaba, profirió un potente y desgarrador alarido. Hambre que era dolor, dolor que le consumía las entrañas ahuecándolo.

Gritó abrazado a su cuerpo. En su desesperación supo que no habría qué lo calmara, atado a un obstinado sacrificio.

El eco de sus chillidos recorrió la soledad del templo.

¿Así acabaría?, se preguntó en la ligera capa de cordura que se resistía a ceder al infierno apretándole el estómago. ¿De ese modo terminaría la gran deidad que estuvo destinado a ser, vuelto loco por su insaciable apetito, condenado a padecer hasta...?, temió la continuación de esa oración, pues la muerte para una deidad era lenta como la eternidad, y en ese punto poco importaría el sacrificio, pues habría perdido la capacidad de razonar para hacer más que retorcerse.

No quería eso. Prefería ser un monstruo —ni una sombra putrefacta de lo que fue— a perecer despacio en tortura, en un rincón alejado de todo y todos.

Imploró a sus hermanas y hermanos divinos por ayuda. Nadie respondió, y el fragmento de lucidez que le quedaba no parecía dispuesto a resistir.

Suavidad y metal. Sus colmillos obligados a hundirse en la carne de una presa de resistencia vaga, perforando pozos de los que manó alimentó. Delicioso néctar tirando de su conciencia, ampliándola, regresándole el dominio, devolviendo sufrimiento y vacío a las sombras paulatinamente.

La remisión lo debilitó, incapaz de pensar en preguntar o entender por varios minutos. La cabeza apoyada en algo cálido, con aroma a sándalo.

Al erguirse, a la media luz del templo, contempló a su sacrificio, inmerso en la lectura de un grueso conjunto de trozos de pergaminos que habían llamado libro. El empastado de madera se hallaba dañado por las termitas y el moho de un archivado precario.

Creyendo que fue víctima de una alucinación debido al hambre, pasó la mano por los labios. Al menos quiso revivir la ilusión de tener una presa.

Notó humedad. Alejó el brazo y se vio los dedos manchados de sangre.

El hombre notó su perplejidad, cerró el libro, lo dejó en el tatami a su costado y señaló un metro a su derecha. Un conejo muerto, el pelaje blanco empapado de rojo.

—Absurdo —respondió al comprender a lo que se refería: el hambre menguó por un sacrificio no humano—. Una deidad no puede sentirse satisfecho con algo tan banal como...

—¿Un conejo? —interrumpió su pasmo Mori Osamu (según se presentó), emitiendo una sonrisa sincera, a la cual era imposible reprocharle su grado de burla—. Estrictamente tendría que ser cierto. Sin embargo, como cualquier ley, posee sus imprecisiones y lagunas. De hecho, es sorprendente como las leyes divinas al adaptarse al común terrenal, dan por sentado que compartimos su compromiso con lo absoluto, en vez de considerarnos como las ratas escurridizas que podemos ser —sonrió—. Supongo que es parte de la arrogancia de los dioses. ¿O me equivoco?

Más contrariado por la vaguedad de su respuesta —si es que la dio en algún momento—, precisa en su grado político, que molesto por su atrevimiento, frunció el ceño apremiándolo a explicarse mejor.

—Aquí vivía el sacerdote del feudo, ¿cierto? —esperó su confirmación, por lo que se apresuró a darla con un movimiento de cabeza. El cerebro le retumbó en el cráneo—. Si mal no recuerdo fue anterior a la Batalla de la Luna Roja, cuando los Dazai estaban en el trono —precisó, y enseguida retomó el hilo inicial con un suspiro—. La labor del sacerdote era conservar estos escritos —señaló el libro englobando el total de papiros que acompañaron a ese en la biblioteca—, y vigilar la conformidad de la deidad. Sin embargo, tras la Batalla de la Luna Roja ésta sufrió una alternación en su divinidad —recitó el conocimiento que se transmitía de boca en boca en su pueblo.

Atsushi mostró los colmillos retrayendo la piel en un gesto amenazador. Repasar la historia que lo convirtió en "eso" avivaba la furia, los reproches contra los humanos que, desobedeciendo los designios de su padre, lo condenaron. Advertencia que por fin acató el sacrificio. Demasiadas vueltas.

Suspirando por la reticencia a permitirle exponer el panorama completo, pese a lo innecesario que era delante de él, Osamu apoyó las manos en el tatami y echó la cabeza hacia atrás.

—«Mientras quién se ofrenda en nombre del pueblo ofrezca sangre, la deidad será satisfecha» —aguardó unos segundos y bajó la vista—, es increíble lo que uno puede hallar en simples trazos de tinta.

¿Cómo no lo había entendido?, se cuestionó la bestia, anonadado por la simpleza de la solución a su problema de las últimas décadas. Un conejo ofrendado por la ofrenda, un simple conejo lograba saciar su hambre. Un conejo dado por el pueblo, en nombre del pueblo.

¿Cómo es qué nadie, ni siquiera el sacerdote encargado de ser puente entre humanos y divinidad, vio algo tan obvio?

—Así pues —reabrió el libro Osamu—, Atsushi —lo llamó—, parece que como dije, hasta que encuentre el modo de librarme de nuestro vinculo, seremos compañeros de "habitación".

La sonrisa que le dedicó aquel humano, hermosa en la exactitud de la tensión muscular que formó una curvatura amable, le aterió las entrañas.

Oculta en las comisuras vislumbró una peligrosa presencia que asechaba desde las sombras, que llenó las letras de su nombre de un aire helado. Tembló. Hacía mucho que nadie lo mentaba, y que lo hiciera Osamu, le causaba pavor, y también una sensación reconfortante. 

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