III. Dazai

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Derrotado el ostracismo por el hambre y el hambre por la sangre de animales salvajes, se dedicó a la insignificante tarea de regresar el templo a condiciones dignas, que lo hicieran parecer menos la madriguera de un inmundo bicho, y algo más cercano a los aposentos de un ser con un grado de consciencia.

El cambio, incluida la iluminación que le era innecesaria de manera particular, surtió un efecto positivo en su ánimo, ayudándolo a distraerse de la transformación de la que era presa.

Aceptando su interés en acompañarlo, Osamu le enseñó las labores básicas de las que debía ocuparse un sacerdote (limpieza, reparación, etc.), y no la deidad de un templo. Sin ser consciente o poner en duda la acción, añadió el honorifico "-san" cada que lo llamaba. Quizás porque, pese a la diferencia de edades —en siglos—, Osamu lucía unos años mayor que él; o tal vez por el respeto que le infundía al ser quien lo alimentaba, quien le dio una compañía y despejó parte de las tinieblas en su mente. Admiración que trascendía lo divino y lo humano.

Los días pasaron en sucesión agradable y distinta. El humano cazaba por medio de rudimentarias e improvisadas trampas, el monstruo bebía la sangre y los restos se consumían en guisos compartidos y humildes, aprovechando los tubérculos que sobrevivían a las heladas y tormentas de nieve, en las áreas circundantes. Comían y bebían racionando los contenidos de las cajas enviadas con el sacrificio (y anteriores). Si bien Atsushi no requería el alimento preparado para subsistir, placía de él y de la compañía alrededor del fuego surgido de la leña que recolectaba.

Inmune al frío salía temprano y volvía al mediodía, cargando un montón de leños que esparcía al fondo del templo, debajo de la ventana. Usando parte del poder divino que le quedaba, revitalizado por el constante consumo de sangre, tejía las corrientes de aire que descendían por el lateral de la montaña, empleándolas en el secado de la madera humedecida.

Apiñaba los leños secos. Ajustaba el hakama, intacto pese al tiempo y la locura, gracias a la magia del cuerpo que la vestía, e iba en busca de Osamu.

Estar con el humano le proporcionaba refugio del temor a recaer en la demencia.

Hablaban de trivialidades, del pasado, más que nada. El humano disfrutaba preguntando de épocas que no vivió, fascinado con el mandato feudal de los Dazai. Y Atsushi, sin nada mejor que hacer, decantó por guarecerse, en la historia, de sus pesares.

Le contó de los primeros asentamientos en las faldas de la montaña, de las batallas que cruzaron esos parajes —de las que no existían registros—, y de cómo las tribus se unieron en una ante la inclemencia de un demonio de hielo. Muchos murieron, y cuando las tribus temieron que no les quedaba más que la huida o el subyugarse al dominio de la terrible criatura, llegó su padre.

El padre de Atsushi fue una de las deidades más poderosas que gobernaron en Japón, alejado de los importantes poblados humanos que conformaban el país bajo el manto del emperador. El Protector, así lo llamaban y lo repudiaban, puesto que era de las pocas criaturas divinas que en vez de deberse a la fama se debía a la paz.

A los campos teñidos por el temor y la muerte, el Protector arribó una noche. Las luces de las antorchas caídas de las manos cercenadas o inertes, que iluminaron a las tropas antes de ser interceptadas por el demonio, incendiaban la vegetación.

Entre muertos y moribundos, una joven se aferraba al cuerpo de su madre. No lloraba, no maldecía como el resto de los hijos, hijas y familiares arrodillados junto a los cadáveres. Permaneció firme, la vista clavada en los ojos sin vida de su progenitora, hasta que la sombra del Protector la cubrió de la escasa luz del fuego.

Ella, una simple jovencita, tuvo la entereza para levantarse de las ruinas y ofrecerse en sacrificio a cambio de que la deidad eliminara al demonio. Y así ocurrió. La primera Dazai en asumir el mando feudal, inmolada tras glorificar a su pueblo y fortalecerlo, fue la que despertó mayor interés en Osamu.

El trato entre el padre de Atsushi y la joven Dazai, fue relatado desde el contexto de origen hasta las épocas recientes, en las noches de tormenta en aquel largo invierno en el cual la bestia halló un ápice de calma. Calma proveniente de un ser inesperado cuya fascinación tenía en su silencio ávido, al son de su voz y la candencia del fuego, en las sombras que envolvían el templo y sus secretos; una astucia paciente y retorcida.

. . .

Con una rodilla en el tatami, el kimono rosado extendido, cual campo de flores de cerezo al fin de la temporada de su florecimiento; la general del ejército feudal ofreció lealtad a su señor, dispuesta a hacerlo participe de la realización de su orden.

—Se ha puesto en camino el sacerdote —informó Ozaki Kouyou.

—¿A quiénes ha llevado consigo? —preguntó Mori, de espaldas a la mujer, revisando las cartas enviadas de las casas nobles a su mando, informando las reservas para el invierno, el total de sacos de arroz, el estado de sus campesinos, etc.

—A un monje y tres soldados. Su sacerdotisa principal quedó al frente del templo y es quien oficia, de momento, las ceremonias.

—¿Va con ellos el chico?

La general asintió.

—Comprendo —detuvo el surcar de sus dedos por las cifras plasmadas en tinta, observando por encima del hombro a su general—. Trae a la sacerdotisa de inmediato.

—¿Mi señor? —la orden fue directa, concreta, sin resquicios que se prestaran a malinterpretaciones, y aun así tuvo que detenerse antes de realizarla, dado lo irregular que resultaba que el señor feudal requiriera la presencia de una suplente de sacerdote.

—Llama a Gin —repitió con una gota de impaciencia.

Ozaki se levantó haciendo una afirmativa, comprendiendo que no iba a obtener más respuestas.

. . .

La puerta corrediza del estudio se cerró dejándolo a solas, un amplio rango de luz filtrándose por la vista abierta que abarcaba su derecha, del patio cubierto de nieve, el lago con sus peces dorados, naranjas y blancos moteados, y los arboles desnudos.

En la quietud, el señor feudal apoyó en transversal el pincel en los bordes del tintero, enderezando la columna, la mirada clavada en las vigas del techo. Un soplo de matinal aire fresco atravesó la estancia, colándose por debajo del tejido grueso de sus ropas. Omitió el temblor de ceder a las mañas del impetuoso clima, aislado en sus pensamientos, en la culminación de un plan que no provenía de su persona, sino de varias generaciones atrás.

Al derretirse el hielo y la nieve, dando paso a los primeros brotes del nuevo año, los resultados de cientos de sacrificios emergerían. Fuera para bien o para mal, no habría marcha atrás. En cuanto hablara con Gin, y esta asumiera el mando del templo, menos oportunidad tendría de retractarse. No le quedaría de otra que continuar y exterminar al grupo de exorcistas que acompañara a Hirotsu, y a su fiel amigo y sacerdote. Un hombre leal, de noble corazón, que lamentablemente servía a los dioses y no a su pueblo. No a los Mori.

Así lo demostró en el pasado, cuando al insinuar la posible ascendencia de la madre de Osamu, los ojos del sacerdote se iluminaron y se apresuró a dar a entender que, si su consorte poseía herencia Dazai, se devolvería la gloria al feudo. Él, como sus antecesores, servían a los Mori por el título y la amistad, más no con la fe y devoción con la que aguardaban el resurgimiento de los antiguos herederos del pacto con la deidad.

Caso diferente era la niña criada por los Mori, consignada al sacerdocio; el alma y el corazón atados, junto con los de su hermano, a él.

Hirotsu debía desaparecer por el bien del feudo, se recordó apesadumbrado y resuelto. Desentumió el cuello a movimientos circulares, apartando las penurias derivadas de la política y la religión, regresando su atención a los números de las reservas.

Ese invierno, como el resto, sobrevivirían. Así lo aseguraban los tributos, así lo disponía a deidad, así había sido por siglos y así esperaba que fuera en adelante.

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