Calle melancolía

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Calle melancolía


Se lleva la botella de agua a la boca, desde las siete de la mañana en el estudio de televisión, con apenas cinco minutos para descansar entre repaso de guion, maquillaje y minutos de publicidad. Nunca se ha preguntado cómo aguanta, todavía le queda el especial nocturno, no saldrá de allí hasta las tres de la madrugada. Si no fuese por los doscientos kilos de maquillaje que le ponen a diario, sus ojeras le llegarían hasta los pies. Pero siempre ha sido así, uno tiene que renunciar a ciertas cosas para tener lo que desea. Por ejemplo, si te pilla un subnormal con tu amante y quiere amenazarte, aunque noquees al susodicho debes dejar esa relación. No deben existir fisuras, resquicios dónde pueda meterse alguna mano malintencionada dispuesta a hundirte la vida. Todos son potenciales enemigos si es que no se han manifestado todavía, por eso hay que tener ojos en todas partes.

Le preguntan, a veces, si no le jode tomar determinadas decisiones. Pues claro que le jode, pero uno no puede dejarse llevar por los sentimentalismos baratos. Mujeres hay muchas, personas con la vida que siempre han deseado pocas. Lo de Irene, además, era un error. Pensó que siendo ella casada se cubriría las espaldas con mayor facilidad, y así fue, pero en cuanto se confió perdió la partida. Raúl aprendió desde muy joven que uno debe tenerlo todo controlado, siempre, si quiere que las cosas salgan como lo había previsto. El orden es una parte fundamental del control, por eso necesita la armonía a su alrededor.

Se mira a sí mismo, a veces le cuesta reconocerse, pero la persona que tiene ante el espejo se asemeja mucho a la que siempre proyectó. Alguien elegante, con porte, cualquiera que lo viese sin conocerle pensaría que se trata de una persona importante. Eso es lo que cuenta. Lo demás, meros complementos innecesarios.

Termina la botella, levantándose, la noche se presenta algo difícil. Antes de abandonar el camerino, se asegura de que todas las cosas estén en su sitio. Ni siquiera soporta ver los cuadros decorativos minimamente torcidos, cualquier atisbo de caos logra sacarle de quicio. Acomoda su corbata y sale al pasillo, ya deben estar todos reunidos en plató. Respira profundamente, tiene unas ganas impresionantes de que llegue el fin de semana. Solo unas pocas horas más y tendrá dos días libres.

—Contigo quería yo hablar.

Raúl no sale de su sorpresa, aunque no sabe si es por encontrarse a Eduardo de la Vega en el lugar que juró no volver a pisar, porque esté dirigiendo a él o por lo mucho que ha cambiado aquel chiquillo flacucho que se escondía tras las faldas de su madre mientras esta vendía los trapos sucios del famoso torero con el que alguna vez se casó. Eduardo sigue teniendo una complexión fina, pero ahora mide casi dos metros. Raúl hace una mueca cuando se percata de que debe alzar el rostro ligeramente para mirarle a la cara.

Abre la boca para decir algo, pero antes de que pueda articular palabra, el hijo mayor del Capilla ya lo ha tomado por el cuello de la camisa, estampándolo contra la pared. La primera reacción que tiene el hombre es la de atinarle una patada en el estómago, pero se controla. No puede ponerse violento. Cierra los ojos con fuerza, repitiéndose a sí mismo que no reaccione. Demasiada gente, Raúl, no conviene. Respira hondo, lo último que le hacía falta es la pataleta de un puñetero niñato. Aprieta las mandíbulas, hace tiempo que aprendió a autocontrolarse, pero en momentos así le resulta realmente complicado.

—¿Quién coño te dijo lo de mi hermano?

Por supuesto, de eso va todo. Eduardo lo zarandea,  Raúl ha de respirar varias veces para no dejarle la cara hecha un mapa. Si no hubiese tantos posibles testigos, ni estuviesen los pasillos llenos de cámaras, ya le habría dejado sin dientes.

Giro de guionDonde viven las historias. Descúbrelo ahora