PRÓLOGO

3.8K 170 4
                                    

Sungmin saludó con un breve ademán de la cabeza a Woon y Soo, o como los llamaban en la actualidad, Paciencia y Fortaleza. Odiaba a esos leones aristocráticos de postura autoritaria, con barbilla en alto, que observaban al resto con altivez. Poseían un rostro insondable, falto de emoción y sentimiento, como si nada en el mundo pudiera afectarlos y se sintieran superiores a todo aquel que pasara por su lado. No por nada estaban moldeados en un material frío como la piedra.Subió los cinco escalones hasta cruzar entre ellos y continuar a paso aletargado hacia la entrada de aquel lugar que en otro tiempo había sido su santuario, aquel al que huía luego de la escuela a refugiarse entre libros, donde nadie se metía en sus asuntos ni lo acosaba por no ser igual al resto.

Ahí era donde se encontraba con él, ese muchacho que poseía sus mismos anhelos y que compartía su mismo amor, o al menos eso había supuesto.
Giró y observó a las personas sentadas en las sillas de hierro desperdigadas en el patio, a los lados de la entrada. Algunos contemplaban la majestuosidad de la construcción y trataban de guardar pruebas en sus cámaras fotográficas, mientras otros tan solo pasaban el rato, como algún tiempo atrás había hecho él.
Alzó la mirada a ese edificio diseñado en un estilo Beaux-Arts, cargado en
desmesura para su gusto con esa combinación de barroco y rococó; no
comprendía cómo podía inspirar tanta admiración una arquitectura tan grotesca.

Entró de lleno en la grandiosidad del Hall Astor, decorado en mármol
blanco al completo, tan presuntuoso que lo asqueaba. Subió los peldaños hasta arribar a la tercera planta. Se detuvo frente a las puertas de la sala de lectura principal, sus ojos leyeron las palabras de John Milton:
«Un buen libro es la preciosa sangre de vida de un espíritu superior,
embalsamado y atesorado con el propósito de una vida más allá de la vida». Él también había atesorado los libros y lo habían transportado a vidas más allá de la suya, había pasado horas encerrado en esa habitación quemándose las pestañas, en las que saltaba a múltiples existencias. Empujó con fuerza las enormes puertas de madera y fue como si ingresara al inframundo a enfrentarse con el mismísimo Hades en cuanto los recuerdos de la adolescencia lo colmaron.
La claridad que entraba por las enormes ventanas a los lados parecía
convertir las largas mesas de madera de roble en tablas de puro fuego, lo que lo hizo temer falsamente por la subsistencia de los lectores acomodados por todo el salón.
En cambio, en el cielo raso se mostraban murales dramáticos de un cielo vibrante con nubes ondulantes, como si se aseguraran de evidenciar el contraste entre lo celestial y la oscuridad a la que estaba condenado.Aún recordaba el salir corriendo de la escuela para encontrarse con él en esa sala, sentarse uno al lado del otro y hacer de cuenta que leían tan solo para
hablar en voz apenas perceptible.

Era su lugar de encuentro preferido, sin embargo, en aquel entonces el sitio tenía otra apariencia a su mirada. Recién percibió el verdadero ser de ese diabólico lugar cuando se percató de que no todos estaban hechos para enfrentar quiénes realmente eran en su interior y dejar que el resto los viera. Aún podía escuchar las risas de sus compañeros de clase, a las que se le unió su supuesto novio, burlándose de él por no esconder sus preferencias. Había dolido, y demasiado, el ver cómo el muchacho que hasta hacía unos minutos le había profesado amor eterno se había puesto del lado de sus prejuiciosos enemigos para no ser descubierto. Su corazón se había roto en miles de pedazos y había jurado no volver a pisar ese maldito establecimiento, y no lo había hecho hasta ahora.

Ese día fue el de su caída y el de su resurgimiento con aún más fuerza,
como un fénix. No solo habían bastado las risas, sino que sus compañeros no habían tenido ningún miramiento en dejarle en claro su posición a través de los puños. ¿Y el muchacho al que tanto había amado? Este había colaborado a su ataque en pos de no delatarse. Había terminado hospitalizado, y su padre se había enterado de su condición sexual.

El hombre que le había dado la vida había aparecido en el rellano de la
puerta de aquella habitación tan blanca como el papel para encontrarse a su hijo cubierto de moretones azulados y pequeñas banditas adhesivas en el rostro. Se había acercado a él con aquel aire majestuoso y autoritario.
Lo observó con los párpados entrecerrados, cansado y defraudado, con su barbilla siempre en alto que denotaba su sensación de superioridad.

Se había detenido al pie de cama y había dejado caer esas malditas palabras sobre él: «No han hecho un buen trabajo». Simple, conciso y directo, así era su padre. Si creía que antes le habían clavado un puñal en el pecho, los dichos de su progenitor fueron como si alguien le removiera el arma blanca con violencia y matara lo poco que le quedara dentro.

Sacudió la cabeza y retornó al presente, donde ya no era ese chiquillo inseguro.
En ese momento se dirigía al extremo sur. Tenía que realizar una consulta a las bibliotecarias sobre un libro en particular para una de las campañas
publicitarias. Si no fuera porque Yesung, su jefe, le había encomendado la tarea y que, además, ya era un adulto como para verse perseguido por viejos fantasmas, nunca hubiera vuelto a poner un pie en ese funesto mausoleo que comprendía la Biblioteca Pública de Nueva York, en donde entregó su corazón y fue pisoteado por primera vez como a una cucaracha.

A TU LADODonde viven las historias. Descúbrelo ahora