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Milan Cavalli

¿Cuáles son nuestras metas en la vida? Conseguir un buen trabajo, con un buen sueldo, casarnos, tener hijos y una vida estable. Dinero, casa y vacaciones de ensueño. Vacaciones de ensueño, ¿a qué edad se conseguía eso? Porque yo tenía 26 años y estaba llegando a la casa de playa que mis padres tenían en Marbella. Aquél maldito pueblo lleno de guiris hechos un langostino cocido me ponía de los nervios. Lo único que había eran tiendas de souvenirs, bares ingleses donde se veía el fútbol y los ingleses se ponían hasta las cejas de cerveza y playa.

Conseguí entrar en la zona de la urbanización y conseguí ubicarme hasta llegar al final, a la primera línea de playa. Nosotros éramos una familia de clase media, aunque mi abuelo materno era pescador en Marbella y vivía aquí, frente al mar. Una empresa constructora quería hacer una urbanización aquí, y mi abuelo se negaba, hasta que le ofrecieron la casa que iría justo en el sitio en el que estaba viviendo en aquél momento, y así es como conseguimos una casa de lujo en la playa.

Me metí en aquella callejuela entre ambas hileras de casas hasta que llegué a la del final, bajándome del coche y saqué mi maleta del maletero. Me quité las gafas de sol y llamé al timbre insistentemente porque me estaba achicharrando de calor. Estar media hora en aquella tartana sin aire acondicionado me había dejado los pulmones disecados.

—¿Quién es? —La voz de mi madre salió distorsionada por el porterillo.

—Tu hija. La bollera. —Mi madre murmuró algo de fondo y por fin me abrió. Crucé el jardín principal, siguiendo el camino de pizarra que llevaba hasta la puerta, donde ya me abría mi madre.

Mi madre se llamaba Asunción y tenía sus 56 años bien cumplidos. Era bajita, delgadita, con unas gafas de pasta azules cuadradas sujetas por una cuerdecilla negra y siempre llevaba un vestido florido y fresco para estar por casa.

—¡Milan! Que te esperaba más tarde, ¿qué haces ya aquí? —Me coloqué la gorra que llevaba hacia atrás y me acerqué para darle dos besos.

—Que quería verte antes, madre. —Mi madre me miró con el ceño fruncido, quizás estudiando mis facciones, por si me había acostado con una chica antes de venir. Qué. Su. Pli. Cio.

—Mira, mira cómo estás, sudando, con la cara roja y la camiseta empapada. Pasa, te tomas algo fresquito y yo te coloco la ropa. —Escuché voces en el interior de la casa que no eran de mi padre y sin darme cuenta ya me había quitado la maleta de la mano.

—Madre, ¿quién hay en la casa? —Mi madre guardó silencio, yo abrí los ojos casi desorbitándolos porque siempre me la jugaba, era una liante. Antes de que pudiese decir nada, una cara familiar apareció.

No. No. No. No. NO. NO. LA PUTA QUE ME PARIÓ NO. Han pasado ocho años y la recuerdo como si fuese ayer mismo, mirando a todo el mundo por encima del hombro, juzgando por los pasillos del instituto, riéndose de todos con sus amigas y criticando por las esquinas.

—¿Te acuerdas de mí? —Me dijo. Me estaba encendiendo por segundos y el cabreo iba a estallar como si fuese una olla a presión.

Claro, claro que te recuerdo, Sofía. La niña rica y mimada del instituto Cánovas del Castillo, la amiga de los abusones que se rieron de mí hasta el día en que nos graduamos, pero lo más gracioso es que nunca me miró. Bueno, tan sólo una vez en que sus amigos se rieron de mi pelo, que ya en aquél entonces llevaba corto, "como un chico" y ella, después de que ellos se burlasen de mí me lo revolvió con una sonrisa.

—Soy Sofía. —Sofía, de rasgos sutiles pero dulces, que llevaba el pelo recogido y un vestido amarillo para estar fresquita en mi casa—. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que nos vimos.

noches de terralDonde viven las historias. Descúbrelo ahora