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Milan Cavalli

La casa de Sofía era espectacular. Tendría unos 200 metros cuadrados, un gran sofá gris frente a una televisión de plasma de 64 pulgadas, los muebles de diseño azules y grises, con un jarrón de cristal lleno de conchas y otro de arena blanca. La cocina era americana, entonces estaba justo al lado del salón con una isla justo en medio, así que los muebles de la cocina eran azul marino y blancos. También tenía una terraza con una mesa y sillas de mimbre para disfrutar de las mañanas y las noches con vistas al puerto, a la Catedral y a la Alcazaba. No me imaginaba cómo debía ser aquello de noche.

—Qué pedazo de casa tienes —murmuré entrando tras ella, yendo directamente al salón—. Tienes la PS4.

—Sí, era de Carlos, pero se la dejó aquí, así que si quieres te la puedes quedar.

—¿Tú pagas hipoteca de esto? Porque te debe estar costando tres riñones. —Sofía se reía mientras pasábamos a la zona de las habitaciones.

—Qué va, me lo regaló mi padre a los dieciocho.

—Anda, sencillita ella. —Giró para mirarme y soltó una carcajada.

—Mira, hay dos baños. Usa el que más te guste.

Me duché en el primero que vi abierto, y aquella ducha no era normal. Era tan espaciosa como mi antigua casa, con el suelo de piedra, la ducha de cristal y una alcachofa de ducha que era como una pizza familiar del Domino's, así, para hacer una idea.

Tenía una selección de mil champuses de diferentes colores y olores. Yo cogí uno verde que tenía el dibujo de una sandía, no sabía ni para qué era, creo que para el pelo, pero olía a sandía que inundaba todo el baño. También usé una mascarilla que tenía allí, la unté por el pelo y la froté con los dedos, enjuagándolo minutos después.

Salí tan limpia de esa ducha que ni siquiera me reconocía a mí misma en el espejo, con el pelo peinadito hacia un lado como las niñas buenas y oliendo a colonia de bebé y sandía.

Me até una toalla a la cintura y salí del baño hacia una de las habitaciones, encontrándome a Sofía con la toalla atada al pecho por el camino.

—Buenos días vecina. —Me dio un golpe en el brazo y se encerró en su habitación.

Yo no tardé mucho en arreglarme; unos jeans negros, una camisa hawaiana roja con detalles azules y amarillos y una camiseta de tirantes blanca debajo. Como Sofía aún no había terminado de arreglarse, salí a la terraza para ver la puesta de sol desde allí.

El sol comenzaba a esconderse detrás del edificio de aduanas, de la noria del puerto, de los edificios de Muelle Heredia, detrás del Melillero que estaba atracado de vuelta a Málaga. El mar se convertía en plata y oro por el reflejo del mar y la luz casi invisible que iluminaba el agua, y el muelle se convertía en el centro de todas las visitas. Y qué bonito era, y cómo deseaba poder ver aquello toda mi vida.

Me acordé de que tenía móvil y decidí revisarlo un poco. Vaya, la foto de Sofía tenía como 500 me gusta, eso era mucho, suponiendo que en la otra tenía dos fotos y un solo me gusta de mi ex. No seguía a mucha gente, para ser sinceros, sólo seguía a Sofía y a una cuenta de comida, así que la primera foto que me salía era una suya, pero la de la foto era yo. ¡Era yo en la heladería mirando mi móvil con el ceño fruncido! Y en la descripción de la foto un corazón verde.

—¿Estás lista? —No respondí hasta un segundo después porque me estaba fijando en toda ella. En su pelo castaño brillante, en su pintalabios rojo, sus jeans de tiro alto con una camisa roja y pequeños lunares blancos atada por encima del ombligo.

noches de terralDonde viven las historias. Descúbrelo ahora