Cap 30

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El cuchillo traspasó la piel del cuello de Niebla desgarrando la carne. Niebla sufrió una ola de dolor acompañada de un hilo de sangre que brotó de la herida.

—Déjalo ya, Acero—. Otro capa negra se acercó hasta ellos y se quitó la máscara. Niebla le reconoció en el acto. Era Trébol, uno de sus mejores amigos de la infancia.

Los gitunos se habían hecho con trajes de los capas y patrullaban la ciudad de incógnito, aunque no se hacían acompañar de un hablador teleka, lo que a juicio de Niebla era un error. Acero apretó un poco más su brazo metálico incrementando el dolor.

—Debería acabar con esta comedia, en realidad ya estás muerto —dijo Acero.

—No cometas su mismo error. Tú si acatas las órdenes del Patriarca —dijo Trébol.

Acero retiró la presión de su cuchillo y empujó a Niebla que seguía aturdido por las transformaciones tan rápidas que había tenido que realizar.

—¿Cómo me habéis encontrado?

—Silencio. No hablarás hasta que estés en presencia de padre.

Su hermano le puso las manos a las espaldas y se las ató con una cuerda.

—Trébol ¿Qué es estáis haciendo? Sabes que yo no...

Su antiguo amigo se dio la vuelta, dejándole con la palabra en la boca. Acero le dio un codazo en el estómago.

—Si sigues hablando te cortaré la lengua —le amenazó Acero—. Y créeme, estaré encantado de hacerlo. Dejadle a oscuras.

Trébol le cubrió la cabeza con un capucha negra que le impedía ver nada a su alrededor.

—En marcha. El Patriarca Montepardo tiene mucha prisa —dijo Acero.

Niebla no protestó. Sabía que solo le valdría para perder un diente o quizás la lengua. Su hermano no amenazaba en vano. Tenía que esperar a que llegase su momento de actuar. El grupo avanzó con precaución por las calles. A los pocos minutos le obligaron a descender por unas escalerillas y un olor pestilente le inundó la nariz. Estaban en las cloacas de la ciudad, los gitunos las usaban a menudo para desplazarse y llevar a cabo sus actividades menos lícitas. Después de recorrer un laberinto de pasadizos húmedos y estrechos salieron de nuevo al aire libre. Niebla escuchó el sonido del agua fluyendo, cercana. Debían de encontrarse en alguno de los pequeños embarcaderos que salpicaban la orilla de río Moldava. Le subieron a una barca que comenzó a descender río abajo, a favor de la corriente. Nadie remaba, pero Niebla estaba seguro de que había al menos un hombre con una pértiga larga dirigiendo la barca hacia el centro de la corriente, lejos de las orillas. De noche y sin luces un bote así sería invisible.

El viaje no fue demasiado largo y llegaron a la orilla sin sobresaltos. Niebla calculó que había atravesado la ciudad y habían llegado hasta la pradera exterior, cerca de dónde los gitunos tenían montado su campamento.

—Esconded la barca entre el cañaveral. A partir de aquí Trébol y yo escoltaremos al prisionero. Los demás volved a vuestras posiciones —dijo Acero—. Buena suerte.

—Ya puedes quitarme esto. Desde aquí conozco el camino.

La única respuesta fue un fuerte golpe en las costillas. Ya habría tiempo de ajustar las cuentas pendientes con su hermano. El viaje le había sentado bien a Niebla, haciendo que recuperara gran parte del vigor y la energía perdida con las transformaciones, aunque seguía débil.

El trío comenzó a andar siguiendo una dirección que desconcertó a Niebla. No iban hacia el campamento. Después de un buen rato caminando escucharon el ulular de una lechuza. Era la señal que usaban los gitunos cuando se aproximaban amigos en tiempos de guerra. Dos graznidos de cuervo, enemigos.

Niebla Y El Señor De Los Cristales RotosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora