1
Aquel verano llovió como nunca antes. Las filosas gotas azotaban sin cuartel a las desgastadas avenidas. Decenas de columnas de humo se perfilaban en el horizonte escupidas por chimeneas que no encontraban descanso alguno. Muchos decían que era un verano de locos. Otros simplemente afirmaban que el verano nunca llegó.
Los transeúntes apuraban sus pasos para resguardarse del diluvio, ya sea debajo de un árbol, amontonándose dentro de las tiendas o bien permaneciendo dentro de sus autos. Todos corrían sin miramientos al refugio más próximo. Todos excepto uno.
Quizá le gustaba sentir la lluvia sobre su rostro, o quizá estaba demasiado fatigado para correr, pero el desconocido avanzaba con lentos pasos como si del día más soleado y maravilloso del mundo se tratase. Algunos pasaban y lo golpeaban en el hombro sin notarlo pues, aceptémoslo, ¿quién haría caso a un vagabundo en medio del desastre que aquella lluvia provocaba?
¡Que tontas y despistadas son las personas!
Tal vez si hubieran puesto más atención, como lo hizo una pequeña niña que corría (si no es que volaba) tirada del brazo por su madre, y que por tan sólo unos segundos fijó su atención en aquel sujeto extraño que caminaba chistoso junto a la mortecina luz de una farola, se hubieran percatado de las múltiples sombras carmesí que cubrían el abrigo del vagabundo, de las cuales la pequeña niña sacó la brillante conclusión de que eran sangre.
Es aquí donde surge nuevamente la interrogante "¿Quién le pone atención a un vagabundo?"
2
En las afueras de la ciudad se encontraba uno de los edificios más enigmáticos de la región noroeste. Construido a principios del siglo XIX por órdenes de un multimillonario caprichoso, el castillo de San Ángel era reconocido por muchos como una valiosa joya de la arquitectura, y por tal, estaba destinado al olvido.
No pasó mucho tiempo antes de que San Ángel fuera víctima de devastadoras remodelaciones. Aunque la guerra había comenzado en países cercanos, cuando los rumores de ella se hicieron llegar, el propietario del castillo ya había caído en bancarrota, así que la única salida para sus penas fue ofrecer la propiedad a la fuerza armada.
Al termino del siniestro, lo único para lo que podía servir el castillo era dar asilo a los miles de heridos de la contienda; tanto aliados como enemigos. Las hermanas de la luz perpetua fueron las encargadas de acondicionar las decenas de habitaciones con cientos de colchonetas que no se daban abasto para la cantidad de pacientes que atendían.
Cada vez que uno fallecía, las hermanas oraban en silencio por algunos minutos y continuaban con su admirable labor, igual en silencio. No está de más decir que el lugar diario estaba sumido en un perpetuo eco muerto tan solo rasgado por los dolorosos lamentos de los habitantes.
Al tiempo se convirtió en casa de campo de vendedores de café, sitio de diversión de un estrafalario voyerista, base de redacción e impresión del viejo diario derechista y lugar de oficinas de la nueva economía. Sin embargo, el antiguo y casi perpetuo castillo de San Ángel aún se mantenía en la memoria de los citadinos, salvo que ya no como la majestuosa joya arquitectónica, sino como la temida prisión en la que se había convertido. El pueblo aun la llamaba por su nombre; tal vez por respeto o quizá por temor. El asunto es que era derecho exclusivo de los más valientes llamarla por su nombre completo: Sanatorio Mental de San Ángel.
3
El encargado del lugar era un hombre frío y metódico.
Su rutina de director era especifica: registro de la hora de apertura, pase de lista del personal, incluidos los pacientes, supervisión de los medicamentos recetados, sesiones individuales para evaluar el desarrollo de los pacientes "especiales", unas cuantas horas obligadas de charlas con las enfermeras (las más jóvenes y torneadas curiosamente).