El rescate

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El sol apenas se deja ver entre las enormes nubes grises que tapan el cielo y se puede adivinar sin necesidad de dotes clarividentes que se avecina una gran tormenta de inicios de verano en Adeje, el pequeño pueblo costero al sur de las islas canarias en el que nací.

Estar en mi isla siempre me hace sentir en casa, a salvo. Andar descalzo y sentir la arena negra de las hermosas playas volcánicas entre los dedos de mis pies hace que, en el camino recorrido a lo largo de la orilla del mar, olvide todos mis problemas, miedos o inseguridades. El agua me calma, encuentro en ella el consuelo y la paz que aún nada ni nadie ha sabido darme en tierra. Y no sabría explicar el por qué, pero es así prácticamente desde que tengo memoria.

Mientras paseo con calma por mi playa favorita recuerdo el día en que dejé atrás mi casa, a mis padres y a mi hermana mayor Glenda para marchar a la península a formarme. Recuerdo cómo en el momento en que subí al avión empecé a sentir que dejaba una parte de mi en territorio insular y que tenía que aprender a sobrevivir sin ella hasta que pudiera volver a casa. Porque si algo tenía claro, es que iba a luchar para poder volver.

Miro atrás y recuerdo los últimos cuatro años de formación musical en Barcelona con un constante agujero en el pecho imposible de llenar. La música, los amigos y las frecuentes llamadas a mi familia conseguían hacerme feliz, pero solía visitar la costa en busca de ese "algo más" que me da el mar, mi mar. Paseaba durante horas por la orilla tratando de establecer un vínculo, por pequeño que fuese con el Mediterráneo, pero parecía que habláramos diferentes idiomas. Yo solo entendía a mi querido Atlántico y él era el único que me entendía a mí.

Y ya he asimilado, por las constantes burlas de mis amigos a lo largo de los años que, aunque pueda parecer una broma, yo siento que el mar me entiende. Y, tal vez, la marca que tengo en mi costado derecho alimentó en mí esa creencia, a la misma vez que avivaba en mis amigos las constantes coñas al respecto.

Al fin y al cabo, casi todas las personas nacemos con una marca grabada en alguna parte de nuestro cuerpo o nos aparece con los años y desvela las que serán las primeras palabras que nuestra alma gemela intercambiará con nosotros en caso de que lleguemos a conocerla algún día.

Mis padres no son almas gemelas y nunca han conocido a la persona que pronunciaría las palabras que rezan sus pieles, pero por mi hermana si comprendo lo que supone esa experiencia, ya que ella encontró a Oscar, su novio y alma gemela y desde entonces no se han separado el uno del otro.

Por mi parte no conozco a mi alma gemela y tampoco creo llegar a conocerla nunca dadas las características peculiares, por llamarlo de alguna manera, de mi marca. En mi costado derecho, algo por debajo de mi pectoral, se encuentran unos signos de origen desconocido que han llamado la atención de todo aquel que ponía sus ojos en mí. Mi madre por un tiempo investigó sin éxito, animada por la curiosidad y el deseo de conseguir para mí lo que ella nunca pudo tener. Cuando yo fui un poco más mayor también intenté descifrar mi señal en varias ocasiones, pero nunca conseguimos encontrar rastro alguno del lenguaje, si es que se puede denominar así, que habla mi alma gemela. Terminé rindiéndome y asumí que muy probablemente se trataría de un miembro de algún pueblo indígena del Amazonas, que seguramente sigue totalmente aislado y que, si no quiere tratar con los antropólogos de turno, menos va a querer hablar conmigo.

Yo ni siquiera nací con mi marca, y no sé si eso te hace menos alma gemela que venir al mundo con ella, pero quien sabe, podría significar cualquier cosa. A veces, incluso me da por pensar que en realidad no tengo marca y que tan solo se trata del roce violento de unos corales en mi baño del día antes de ver la señal en mi piel por primera vez. Seamos realistas, es lo que cualquiera pensaría si con dieciséis años le hubiera pasado lo que a mí.

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