Familia

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Llevaban poco menos de media hora en casa cuando sonó el timbre. Glenda había hecho una breve llamada nada más llegar a la costa, pues se sentía insegura respecto a qué hacer. Conocía el cuerpo humano a la perfección y gran parte de sus dolencias, así como había estudiado la morfología de prácticamente todos los seres vivos conocidos del ecosistema marino y cada una de sus problemáticas. Sin embargo, no se atrevía a hacer más que un diagnóstico superficial respecto a las dolencias de Raoul.

El chico no había perdido la consciencia en ningún momento tras el ataque sufrido en el mar. Su hermano se había preocupado de mantenerlo despierto y motivado a responder, y sus constantes vitales, aunque ligeramente alteradas por causas obvias, no mostraban excesivo signo de alerta. Pero nunca iba a estar totalmente segura y se daba perfecta cuenta de que ese chico era la persona más valiosa para su hermano pequeño, no podía dejar nada a la suerte o el azar. Al menos procuraría no volver a hacerlo jamás.

Y es que no podía evitarlo, se sentía mortalmente culpable por todo lo que había pasado. Si bien era cierto que ella no había colocado tan terrible trampa en mitad del océano, sí que había llevado a dos de las personas más importantes de su vida a caer en ella sin remedio. Y si algo le pasara a Raoul sería, en gran parte, culpa suya.

Estaba satisfecha con el alcance de la misión, pues los chicos habían salido a tiempo y los efectos de la trampa habían quedado neutralizados totalmente. Pero, aunque tenía sus sospechas, no tenían ninguna prueba real del origen de semejante objeto.

Los chicos aseguraban no haber visto rastro alguno de marcas o señales humanas en el sonar. Lo habían descrito como un cubo perfecto de metales pesados, algo que solo habría podido ser transportado en una embarcación de gran alcance e instalado por alguien muy curtido en la materia. Y los tres tenían tan solo un nombre en mente.


En el cielo empezaban a despuntar los colores rojizos y violáceos propios de los atardeceres en días de calor sofocante cuando Glenda se levantó para ir a abrir la puerta.

- Gracias por venir hasta aquí Maya. Los chicos están en el salón. – La señora Maya aceptó su invitación a pasar. Llevaba su largo pelo blanco recogido en una cola de caballo que ya llegaba hasta la mitad de su espalda; con un calzado cómodo de verano, sus pantalones eran sueltos y estampados y los combinaba con una ligera blusa blanca fruncida a la altura de la cintura.

La anciana saludó a los chicos y se sentó junto a ellos, depositando su viejo maletín de madera sobre la mesa. Glenda había visto infinidad de veces a la mujer abrir ese raído maletín y entremezclar raíces y hierbas para conseguir los remedios deseados al momento. La mujer reconoció a un Raoul ya más recompuesto y tan solo estimó oportuno prepararle una infusión relajante y darle a masticar unos tallos secos con evidente mal sabor, a juzgar por la expresión del chico.

- ¿Dices que solo te afectó a ti? – Maya no salía de su asombro desde que le habían contado lo ocurrido en alta mar.

- No había mucho más. Había peces en las proximidades, pero desaparecieron rápido. – Agoney asintió. – Nos quedamos solo nosotros atrapados, menos mal que Ago me pudo sacar.

- ¿A ti no te afectó? – Preguntó.

- No. Solo sentí una punzada de dolor en el costado, pero supongo que era más un aviso de su sufrimiento que otra cosa. – Su mirada de cruzó con la de Raoul y Maya pudo ver en el casi imperceptible reflejo vidrioso de sus ojos que se había perdido algo, algo que les hacía más felices que la última vez que se los cruzó.

- ¿En el costado? – Maya elevó las cejas y miró inquisitiva a los tres chicos que tenía enfrente. – ¿Eso quiere decir lo que creo que quiere decir?

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⏰ Última actualización: Jun 04, 2019 ⏰

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