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Estaba segura de que aquella era la peor idea que había tenido en su vida.

Se sentía sucia, y aunque sus debates morales acerca de si debía hacerlo o no se habían extendido hasta la noche anterior, todavía no lograba entender porqué aceptó.

Si alguien hubiese estado con ella en la habitación, le hubiese dicho que abriría un hoyo en el suelo de tanto caminar en círculos, pero ya que no lo había, siguió, camuflándose con las sombras.

—Es hora, señorita — Anunció el hombre de traje.

Avanzó por el largo pasillo, debatiendo internamente una vez más si era la decisión correcta; pero lo cierto es que ya no importaba, porque no había vuelta atrás.

La seda de su vestido color vino la asfixiaba, recordándole con cada paso lo que estaba a punto de hacer y las consecuencias que eso le traería.

 Tomó un respiro ante las puertas del salón y ubicó sus enguantadas manos tras la espalda, y cuando las grandes maderas se abrieron, se adentró en él.  De inmediato miles  de ojos se posaron en ella, aumentando su nerviosismo; aún así se obligó a caminar, a pesar de que cada molécula de su ser le pedía lo contrario.

Latido, un paso.

Latido, una mirada.

Latido, casi terminaba.

Latido, no había otra opción.

 Llegó a su destino y sonrió, dejando ver una máscara de felicidad que no sentía, escaneó la habitación en busca de salidas, y varias de ellas se encontraban cercanas a su posición, sabía que no las tomaría, porque lo hacía por él: Porque lo amaba, y no le importaba sacrificar su felicidad y su vida para que él viviera.

Cada palabra pronunciada por el sacerdote se clavaba en ella como una cuchilla, los minutos parecían no pasar nunca y la vida se le escapa.

Entonces vio que todos la observaban y supo que el momento había llegado, que debía condenarse para él pudiese tener esperanza y le envió un mensaje a través de su pensamiento: Te amo, por favor nunca me olvides.

—Sí quiero — Declaró.

Y su vida se derrumbó.

Los sueños que perdimos en la nieblaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora