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Perder las palabras era lo peor que le podía suceder a alguien que existía por, para y con ellas; sus amigas eternas estaban extraviadas, y nada en su poder podía traerlas de vuelta.

Las montañas presenciaron su sufrir, ablandando los caminos a su paso para mitigar sus penurias; los árboles secaron sus lágrimas con sus suaves hojas, e intentaron consolarla con sus arrullos maternales; piedras y animales se unieron a su búsqueda, registrado cada rincón existente en la tierra, pero sus más antiguas compañeras parecían haber sido llevadas por el viento.

Una poetisa sin palabras era nada, y justamente así se sentía: Como nada. La ausencia de sus amados versos dejaba en ella un vacío imposible de llenar, como si con ellas se hubiese marchado una parte de su ser.

― ¿Señorita? ― Escuchó una voz masculina a sus espaldas ― ¿Sabe usted donde puedo encontrar a la poetisa?

Con parsimonia, se volvió al desconocido, dispuesta a despacharlo; en aquel momento, no era digna de llevar ese ni ningún otro título.

― ¿Está usted bien? ―Inquirió de nuevo el desconocido, acercándose.

Dio un paso atrás, para refugiarse entre las ramas de uno de sus amigos árboles; sus huesos apenas podían cargar el peso de sus propias penurias, por lo que el compartir las de alguien más no era una opción.

― Me encuentro perfectamente ― Respondió con tosquedad ― Y la poetisa se ha marchado en un largo viaje, nadie aquí conoce su tiempo de retorno.

Al conocer las noticias, una expresión de tristeza inundó las facciones del desconocido; lo que le hizo preguntarse porqué de entre todas las personas, la estaba buscando precisamente a ella, la única poeta de aquel lugar apartado de la mano del Creador.

― ¿Sabrá usted dónde se habrá marchado? ― Insistió, para pesar de la poetisa ― Es un asunto de suma urgencia para mí el encontrarla.

Se apretó más contra la corteza del árbol, sintiendo como ésta se moldeaba a su figura, como si la invitara a fundirse con la madera y terminar con su sufrir.

― Lo siento ― Se lamentó, esperando que su negativa lo hiciera marcharse ― Posiblemente se ha ido para siempre, y nadie en esta tierra conoce su paradero.

Una solitaria lágrima se deslizó por la mejilla del desconocido hasta caer a la tierra, mientras ella sentía a su cuerpo hundirse cada vez más entre las astillas de la madera.

Debido al largo tiempo que llevaba sin sentir algo, los pinchazos de dolor de las astillas clavándose en su piel le pasaron desapercibidos; y podría haber seguido así, hasta que una sensación de ahogo y desesperación se apoderó de ella.

Jadeos escaparon de su boca sin poder evitarlo, alertando al desconocido.

― Señorita ― Repitió ― ¿Necesita ayuda?

Su vista empezó a nublarse, mientras su sistema rogaba por aire al perderse casi por completo en la madera; pensó que sería su final, alejada para siempre de sus palabras, muriendo sola entre su sufrimiento.

Pero de un momento a otro, todo terminó: Él la extrajo de su prisión, y ahora se arrodillaba a su lado en el suelo mientras sentía a su cuerpo volver a la normalidad.

― Señorita ― Escuchó de nuevo, pero esta vez, la voz sonaba alarmada ― ¿Qué le pasa a sus brazos?

Las mangas de su túnica se habían vuelto jirones, quizá por las astillas que se habían incrustado en su piel; pero aquello no era lo que había llamado su atención, era el río negro que empezaba a fluir por sus brazos, extendiéndose y convirtiéndose en trazos, que mutaron hasta transformarse en palabras.

¡Sus compañeras estaban volviendo! Y esperaba que esta vez permanecieran con ella.

― ¿Está usted bien? ― Preguntó de nuevo

― Estoy excelente ― Dijo al desconocido, cualquier rastro de miedo o desconfianza ahora ausentes en su voz.

Levantó el rostro para mirarlo directamente, y sintió el vacío dentro de ella empezar a llenarse: Sus ojos oscuros le revelaron promesas, aventuras y secretos sin descubrir. Entonces, el sentimiento llegó a ella como un soplo una nueva historia estaba por comenzar, y en vez de ser quien la relataría, le tocaba vivirla.

Los sueños que perdimos en la nieblaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora