Capítulo 9

1.6K 76 13
                                    

- Pero a ver, a ver... por partes. ¿Me estás diciendo en serio que te fuiste caminando solo desde tu pueblo al pueblo de tus tíos, porque tus padres no te firmaron la autorización para la excursión?

- Totalmente en serio. –alargué la primera "o".

- ¡Pero estás fatal de la cabeza, Cepeda!


Sus pasos iban al compás de sus carcajadas incrédulas, haciendo caso omiso al helado de avellana que llevaba una eternidad derritiéndose en su mano derecha.

Yo tan solo podía acompañarla en su risa, y alegrarme por tomar la decisión de no pedir ningún dulce veraniego que llenase de manchas mi camisa blanca.


- A mi favor he de decir que tenía doce años y me cabreaba por absolutamente todo porque directamente era insoportable, y estaba susceptible. No sé.

- A lo mejor es cosa mía, pero llamarte insoportable no es abogar en tu favor.

- Siempre tienes que quedar por encima, ¿no? –achiné mis ojos-.

- ¡Que no! –rió, posando su mano en mi espalda sin dejar de caminar- Oye, gracias por esto –murmuró con un ademán sonriente, víctima de su previa carcajada nerviosa-.

- ¿Por el helado? A tu camiseta también le ha gustado –señalé los restos por toda la tela-.

- ¡Dios mío! –exclamó con la boca de par en par- ¿¡Pero tú por qué no me avisas antes!?


Arrojó el cono a la papelera más cercana y con unas toallitas que guardaba en su bolso intentó arreglar, sin éxito y con mi gesto burlesco de fondo, lo que para ella suponía la hecatombe del siglo.

Era divertido observar la importancia que le daba a algo tan insignificante. O, mejor dicho, la importancia que simulaba dar a algo tan insignificante, cuando su interior reía a gritos, a pesar de tratar de mantener una expresión indignada en su rostro.


Aitana era ternura.

En resumen y hablando claro.


Era ternura cuando daba las gracias y no tenía por qué hacerlo. Cuando pedía perdón sin haber hecho nada y volvía a hacerlo cuando le repetías por activa y por pasiva que no era necesario. Cuando contaba sus anécdotas con su grupo de amigas y en especial, Marta, su compañera de aventuras desde preescolar que la igualaba en locura. Era ternura cuando enumeraba las veces que había salido a correr con su padre por las calles más recónditas de Sant Climent, su pueblo natal, y en las que tenía que frenar a los cinco minutos porque "juraría que sus pulmones no estaban suficientemente bien desarrollados". Pero lo era aún más cuando se dirigía a él como el héroe de su vida, la persona más importante para ella en el universo, junto con su madre. Cuando los definía como sus pilares fundamentales. Cuando dejaba hablar a su corazón. Cuando era ella y nadie la opacaba. Cuando podía expresarse libremente. Cuando era libre, como siempre debía haberlo sido. Cuando era ella. Y el mundo se quedaba parado.

Ya se encargaría su vitalidad de ponerlo en marcha más tarde.


Y quien dice más tarde, dice cuando después de quince minutos sin intercambiar palabra conmigo, observaba su portal como meta del paseo que habíamos dado por el centro de Madrid.

- De nada. –dije mientras ella abría la puerta, con su enfado apócrifo como acompañante- por el helado –completé tras una pausa.


Imperfectos.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora