39 | OUR GRAVITY

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NUESTRA GRAVEDAD.

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La pelirroja dejó el rifle con el que cargaba apoyado en la pared y me mostró una sonrisa

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La pelirroja dejó el rifle con el que cargaba apoyado en la pared y me mostró una sonrisa.

Me puse en pie con rapidez y avancé hacia Aira. La estreché contra mi cuerpo con fuerza y cariño, como si hubiera estado años sin verla, sin importarme que mi padre y Michonne estuvieran viéndome. Inhalé con lentitud el ligero aroma a rosas que desprendía su pelo, feliz por tenerla entre mis brazos de nuevo, sintiendo el calor que emanaba su piel.

Ella me miró por unos segundos y esbozó una leve sonrisa, que me hizo querer comerle la boca a besos.

Y lo hice, aunque mi padre y Michonne estuvieran viéndome. Ya no me importaba.

Aira me devolvía todos y cada uno de los besos que dejaba en sus labios con una pequeña y diminuta sonrisa.

—¿Qué haces aquí? —pregunté besando su cabeza—. Se suponía que no ibas a venir hoy. Debías quedarte en el Santuario.

—Se lo que dije —murmuró—. Pero sabiendo lo que iba a pasar debía de hacer algo. Debía... —la pelirroja no terminó su frase porque se desplomó contra mi cuerpo.

Agarré con suavidad sus hombros, como una especie de acto reflejo y me senté en el suelo con lentitud sin dejar de sostener su cuerpo.

—Aira —la llamé con agobio mientras daba un par de golpecitos en su mejilla para tratar de despertarla—. Aira.

—Carl —susurró mi nombre y agarró mi mano con lentitud entrelazando nuestros dedos.

Besé su frente sin saber muy bien que estaba pasando. Su voz sonaba débil y la piel de su frente estaba ardiendo, como si estuviera enferma.

—No me dejes sola —susurró de nuevo apretando el agarré de su mano.

—No voy a dejarte sola —respondí con voz suave—. Estoy aquí, mi vida. Estoy aquí.

Retiré el pelo de su cara y de sus hombros, para evitar que éste le diera calor, y vi la mancha de sangre que tenía en la camiseta.

Mordí mi labio y bajé su prenda con cuidado, pudiendo ver así el mordisco de un caminante.

—No —negué con la cabeza—. No. No puedes morir. No tú, Aira.

Fue instantáneo, las lágrimas comenzaron a caer por mi rostro de golpe, impactando contra la piel de su mano.

—Lo siento tanto —sollozó.

—¿Cuándo fue? —pregunté en mitad de un llanto, casi incrédulo.

—Aquí en Alexandria —respondió—. Alguien murió, se transformó y yo no lo vi venir.

Aira abrió con lentitud sus grandes y preciosos ojos azules y me dirigió una mirada triste y llena de culpa, mientras las lágrimas comenzaban a llenar sus ojos.

—Si me hubiera quedado en el Santuario como me dijiste... —sollozó—... nada de esto hubiera pasado.

—No puedes culparte —pasé los pulgares por sus mejillas mientras recostaba su cabeza en mi regazo—. No es tu culpa.

Me sorbí los mocos y ella alzó su mano para limpiar las lágrimas que empapaban mi mejilla izquierda.

Dejé escapar el aire con una especie de exhalación temblorosa y me incliné hacia ella con lentitud. Junté sus labios con los míos con un beso largo y cuando me separé de su rostro ella me miró.

—Cuando todo esto termine... —dijo mirándome—. Cuando todo esto termine tienes que ser fuerte y feliz. No dejes que esto te impida ser feliz y sobrevive. Tú madre tenía razón, Carl. Vas a vencer a este mundo. Lo sé con firmeza.

Negué con la cabeza mientras las lágrimas seguían deslizándose por mi mejilla izquierda.

—No puedo hacerlo sin ti —sollocé—. Tú me sacaste de la más profunda oscuridad. Me amaste como nunca nadie supo hacerlo. Eres la única pieza que formaba el desastroso rompecabezas de mi vida —le miré mientras las lágrimas se deslizaban por mi mejilla sin que pudiera detenerlas—. Tú me complementas, Aira. Eres el refugio de mi maldita tormenta. No puedes alejarte de mi porque estamos unidos por una enorme gravedad. Nuestra gravedad. La siento empujando a través de mi alma. Ahora estoy cayendo, pesada e imprudentemente, tratando de no perder la sensibilidad. Pero la gravedad me empuja hacia ti, Aira Coleman. La dichosa gravedad me empuja hacia ti.

Comprendí que el mundo era un fregadero. Y que se estaba tragando todos mis sueños y esperanzas.

—Y por ese mismo motivo, porque si yo era la luna y tú el mar, si yo era el viento y tú las ramas de los árboles... No importa dónde esté. Incluso si estamos mundo aparte, nuestra gravedad tirará de nuestros corazones, hasta unirnos de nuevo. Porque así es como tiene que ser... —la pelirroja se separó de mi pecho—. Gracias por amarme fielmente. Secabas mis lágrimas cada vez que estás salían a relucir. Trataste de dar tu vida a cambio de la mía en numerosas ocasiones y me hacías feliz cada día que pasaba, te estaré eternamente agradecida por todo lo que has sabido compartir conmigo. Y amarte ha sido lo mejor que he podido hacer desde que todo esto empezó, Carl.

Ella rompió a llorar en un llanto más silencioso que el mío. Las lágrimas le impedían pronunciar las palabras que querían salir de su boca, y también de la mía.

—Quédate conmigo. No puedo imaginar un mundo en el que te has ido —lloré mirándola a los ojos—. No quiero saber lo que somos el uno sin el otro. No quiero conocer lo que es el mundo sin ti. Por favor, no me dejes. No soy tan fuerte como crees o como los demás creen. Tú me haces ser fuerte.

—Siempre has sido la persona más fuerte, noble y pura que he conocido —me dijo—. Prométeme que vas a seguir haciendo lo correcto.

—Yo... —susurré sin saber muy bien que decir.

Siempre había tratado de hacer lo correcto, desde el principio al final. Se lo prometí a mi madre antes de que muriera y esa promesa ha ido manteniendo mi humanidad y moralidad a lo largo de los años.

Todo este tiempo he pensado que podría haber una salida para ser feliz, para evadirse de un mundo roto.

Encontré esa salida. Aira era mi salida para la mayoría de mis problemas. Era la única persona que conseguía hacerme sentir bien conmigo mismo, la que escuchó todas mis historias.

Enid tenía razón, esta vida te otorga algo tan rápido como te lo quita de las manos.

—Prométemelo —rogó—. Por favor, Carl.

—Te lo prometo —asentí y sorbí mis mocos—. Te prometo que seguiré haciendo lo correcto.

Ella me mostró una sonrisa de labios sellados e hizo el mejor de sus esfuerzos para incorporarse del suelo y besarme los labios.

Saboreé el que sabía que era nuestro último beso y cuando ambos nos separamos junté su frente con la mía y tragué saliva.

—Te amo, Aira Coleman —hablé tras intentarlo varias veces—. Te amo con todo mi corazón.

Ella volvió a mostrarme una pequeña sonrisa y acarició con suavidad mi mejilla.

—Habla con mi padre, ¿sí? Tienes que ser tú quien se lo diga.

Asentí con lentitud y ella ladeó la cabeza hacia Michonne y mi padre. Imité su gesto y miré a los adultos. Ambos contemplaban la escena sin decir nada, abrazados.

Tardé un par de segundos en darme cuenta de que mi padre estaba llorando.

—Nos vemos cuando llegue la hora. No dejes que me transforme —habló con voz temblorosa.

Negué con rapidez con la cabeza, evadiendo la idea de que fuera a dejarme. No quería aceptarlo.

Fue entonces cuando cerró sus ojos y pronunció las que fueron sus últimas palabras.

—Te amo, Carl Grimes.

El Nuevo Mundo || Carl Grimes Donde viven las historias. Descúbrelo ahora