22 | THAT DAMN ELECTRICITY

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ESA MALDITA ELECTRICIDAD.

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Diez días después

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Diez días después

Me entretenía mirando las estrellas sentado en el tejado del porche en el que normalmente Enid solía pasar sus ratos leyendo, dibujando o simplemente estando sola.

Trataba de sacarme la viva imagen de Aira de mi cabeza, pero el recuerdo de su rostro, de su voz, de su risa y todo lo referente a ella me impedían dormir, puesto que cada vez que cerraba los ojos su rostro aparecía en mi mente y su risa resonaba en el interior de mi cabeza. Por lo que decidí, que tal vez, salir a tomar el aire era la mejor de las opciones para tratar de despejarme.

Aira no se separó de mí durante las muertes de Spencer y Olivia y permaneció abrazada a mi brazo, con la frente apoyada en éste, incapaz de ver lo que su padre había hecho, mientras yo trataba de no romper a llorar de la desesperación.

Tras aquello llegamos a la conclusión de que ambos queríamos seguir pasando tiempo con el otro y que quedaríamos en el bosque. Ninguno rompimos aquel acuerdo y cada día quedábamos en el bosque. Compartíamos historias y miradas.

Aira y yo nos complementábamos de un modo un tanto especial. Ambos nos comprendíamos y nos hacíamos sentir que no estábamos solos. Nos escuchábamos, nos reíamos y pasábamos buenos momentos absortos del nuevo mundo.

Las salidas empezaron a convertirse en una rutina para ambos y la amistad que creíamos imposible pronto comenzó a ser cada vez más grande.

Los dos comenzábamos a olvidar poco a poco que el ser enemigos no tendría la suficiente fuerza para separarnos, porque habíamos formado una especie de lazo. Seguía sintiendo la electricidad, como si estuviera conectado con ella de un manera delicada y especial, de la que ninguno de los dos éramos lo suficientemente conscientes.

Al principio quise pensar que se iría con el paso del tiempo, que ésa conexión se desvanecería hasta que no quedase nada, pero comprendí que me equivocaba porque cada vez se hacía más y más fuerte.

Un ruido sordo me hizo salir de mis pensamientos y ladeé la cabeza hacia mi derecha. Pensé que mi padre había descubierto que no estaba en la cama y había salido a buscarme, pero descarté la idea en cuanto vi a Aira trepar hacia el tejado sosteniendo el mismo farol que dejó en la celda en la que estuve prisionero.

—¿Estas loca? —pregunté mientras agarraba sus brazos con suavidad para ayudarla a subir.

Miré a la pelirroja con el ceño fruncido, pero mi mueca se convirtió en una sonría cuando la pelirroja me abrazó y comenzó a dejar diversos besos por toda mi cara.

—¿Qué? —ella me mostró una media sonrisa de labios sellados cuando se separó de mi cuerpo—. La caída desde este tejado no me matará, en el caso de que suceda.

Puse mi único ojo en blanco y ella soltó un ligera risa mientras se acomodaba para sentarse a mi lado, dejando el pequeño farol junto a ella.

—¿Qué estás haciendo aquí? —le pregunté mientras ella se recogía su cabello en una coleta de la que se escapaban diversos mechones de pelo—. El bosque ya es peligroso por el día, imagínate por la noche.

—Tranquilo, Sheriff; voy armada —me mostró un revólver y me guiño un ojo—. No tengo miedo a atravesar esos árboles o encontrarme con un par de ellos.

—Podría pasarte algo —gruñí mientras ambos mirábamos al frente—. La muerte está en cada esquina desde hace años.

—No tienes de que preocuparte, conozco ese bosque como la palma de mi mano. Cada escondite, cada atajo, cada claro —dijo casi en un susurro—. Puede que muera algún día pero puedo asegurarte que no será en ese bosque.

Asentí y sonreí tras soltar una pequeña risa. Ella me dirigió una mirada seria que acabó transformándose en una sonrisa.

—Aún no has respondido a mi pregunta —susurré y ella volvió a reír.

—¿Qué pregunta? —las risas volvieron a reinar entre nosotros—. Realmente no lo sé, sentí la necesidad de venir, como si algo me empujara a hacerlo desde lo más profundo de mí. No lo sé. Es una gilipollez.

—No, que va —la miré y ella permaneció mirando al frente mordiendo su labio inferior intentando que no le temblase—. No lo es.

Dejé de mirarla y ladeé la cabeza con lentitud hasta que mi vista volvió a centrarse en lo que tenía frente a mí. Los meñiques de nuestras manos se tocaban el uno al otro pero ninguno hacia el amago de apartar su mano.

Después me miró y vi como sus preciosos ojos se cristalizaban por culpa de las lágrimas. Ella abrió la boca para hablar pero lo único que salió de ella fue un sonido bastante raro.

Recé porque no llorase. Sus lágrimas podían lograr partirme el corazón. Me pregunté por qué había pasado de reír a estar a punto de romper a llorar. Mi cabeza empezó a preguntarse qué le pasaba, qué andaba por su mente. Qué le dolía tanto.

—Aira —murmuré acariciando su mejilla y secando las pequeñas lágrimas que caían por ella—. ¿Qué sucede?

Tras varios intentos Aira por fin consiguió hablar.

—Tú también la sientes, ¿verdad?

—¿Qué? ¿Sentir el qué?

—Esa maldita electricidad.

Aira susurraba con la voz medio rota mientras yo la miraba sin decir nada. Tardé unos segundos en contestar. Intentaba asimilarlo. Aceptar que ella también sentía esa maldita electricidad. La que florecía desde el estómago y recorría todo mi cuerpo hasta acabar en las yemas de mis dedos. Aquel enorme cosquilleo eléctrico.

Aira también sentía todo aquello.

—Sí —yo también susurré y ella suspiro mientras se limpiaba las lágrimas.

—Hay que detenerla. Hacer que pare.

Supuse que aquellos sentimientos solo nos exponían a empeorar las cosas, más de lo que ya estaban y que por eso Aira quería detenerla. Ni siquiera deberíamos hablar y es algo que ambos sabíamos porque ambos estábamos asustados de que lo nuestro fuera algo semejante a la trágica historia de Romeo y Julieta.

Pero yo no quería aceptar que aquello era lo mejor. No podíamos detenernos, no llegados a ese punto.

—No, espera Aira. No puedes frenarla —me puse en pie sobre el tejado—. Uno no puede detener aquello que ya está consigo.

Giré para mirarla. Necesitaba ver su expresión. Visualizar su rostro; sus ojos, su nariz, las pequeñas pecas que salpicaban su rostro y sus labios. Pero Aira no estaba sobre el tejado y tampoco estaba en Alexandria.

El Nuevo Mundo || Carl Grimes Donde viven las historias. Descúbrelo ahora