11 | PULL THE TRIGGER

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APRETAR EL GATILLO.

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Corrí entre las coníferas concentrándome en seguir el sonido del grito mientras miraba a mi alrededor intentando localizar una melena color cobrizo

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Corrí entre las coníferas concentrándome en seguir el sonido del grito mientras miraba a mi alrededor intentando localizar una melena color cobrizo.

Avancé adentrándome cada vez más entre los árboles con la pistola que me dio Aira en la mano, con el seguro ya quitado, por si tenía que disparar.

Paré un segundo creyendo haber perdido la pista y guardé silencio puesto que el más mínimo ruido podría serme de gran ayuda para encontrar el paradero de Aira.

Suspiré con frustración al cabo de unos minutos sin obtener resultados sobre la localización de la ojiazul y me senté en el suelo con la espalda apoyada en el tronco de un árbol mordiendo mi labio interior.

Cerré mi único ojo y cogí una bocanada de aire. Cuando comenzaba a pensar que no podría encontrarla y que debería volver a Alexandria, escuché un sollozo, proveniente de no muy lejos.

Me puse en pie con rapidez y volví a correr, saltando tapices y esquivando ramas lo más rápido que me permitían mis reflejos.

Disparé contra un caminante que se cruzó en mi camino por puro acto reflejo, salté su cuerpo y me paré tras un árbol que daba al claro de un bosque.

Asomé la cabeza ligeramente y pude ver como la pelirroja trataba de resistirse al agarre de un hombre de mediana edad. Su camiseta gris se había ensanchado por el cuello como si hubieran tirado de ella de una manera casi radical. El pelo cobrizo cubría parte de su clavícula semi desnuda y desde mi posición alcanzaba a ver como las lágrimas brotaban con rápidez de sus ojos celestes y bajaban por sus mejillas pálidas y pecosas, provocando que un nudo empezara a formarse en mi estómago.

Aira intentaba, sin éxito, empujar al hombre para lograr alcanzar la ametralladora que descansaba en el suelo a escasa distancia de ella, pero el adulto tenía agarradas sus muñecas con fuerza, por lo que los tirones de la ojiazul sólo servían para aumentar la furia de su agresor y la fuerza con la que él agarraba a la cobriza.

—No te resistas, niña —fue su voz grave y masculina la que funcionó dentro de mi como una especie de impulso eléctrico, como si activase una bomba de mi relojería dentro de mí.

Las piezas encajaron de golpe dándome a entender una idea repugnante y horrible, pero que reflejaba la cruda realidad de lo que se conocía como el nuevo mundo y al mismo tiempo, la pérdida de mi esperanza.

Le quité el seguro a la pistola y sin pensarlo dos veces me dejé ver en el claro del bosque para poder ver como el adulto trataba de quitarle la camiseta a la pelirroja. Alcé mi arma sin vacilar y apunté a la cabeza del hombre, quien me vio pocos segundos después.

—¿Pero qué...? —dijo él con confusión, sin soltar el cuerpo de Aira.

—Suéltala —ordené con voz seca y fría, dando un paso hacia ellos—. Ahora.

Fue entonces cuando el hombre rió de manera sarcástica y pegó a Aira a su cuerpo, cosa que me hizo apretar la mandíbula y al mismo tiempo el agarre de mi arma, notando como mis nudillos se ponían blancos de ejercer tanta presión.

La pelirroja me miraba suplicando ayuda con la mirada. Y yo iba a ayudarla. Por supuesto que lo haría.

Cuando mi mirada se conectó con la suya, los ojos de Aira parecieron desprender una chispa de esperanza.

Me juré a mi mismo, que mientras yo estuviera con vida frente a ellos no dejaría que el hombre tocara ni un pelo a la ojiazul.

—Venga chaval, siempre podemos montarnos un trío. ¿Qué me dices?

Como respuesta, ladeé la cabeza y bajé el arma ligeramente, después apreté el gatillo. La primera bala que disparé impactó en su hombro derecho, provocando que el hombre soltara un alarido de dolor.

Traté de tranquilizarme, pero la rabia que sentía y corroía mi cuerpo era demasiado potente para tratar de eliminarla.

—¡Que la sueltes! —grité, esta vez furioso, volviendo a disparar el arma, esta vez contra una de sus piernas.

El hombre soltó a la pelirroja de golpe para apretarse el hombro con fuerza mientras le interrumpía un gemido de dolor provocado por ambos disparos.

Por la brusquedad de la liberación, Aira cayó al suelo y yo miré al hombre ladeando la cabeza, quien se llevaba la mano al cinturón para tratar de desenfundar una pistola.

"A veces la única solución
es apretar el gatillo"

La voz de Aira retumbó en mi cabeza como si acabasen de gritar la frase con un megáfono y yo volví a disparar. Fue la última bala que le disparé puesto que esta impactó en su cabeza, justo entre ceja y ceja.

El hombre se desplomó en el suelo, casi cayendo encima de Aira, quien estaba tendida en el suelo, en estado de shock.

Me acerqué a la ojiazul con rapidez tras guardar mi arma y la levanté del suelo agarrándola con suavidad de los brazos. Pasé la mano por su cabeza repetidas veces, acariciando su cabeza, como queriendo comprobar que estaba bien.

—¿Estás bien? ¿Te ha hecho algo? —la pelirroja asintió para responder a mi primera pregunta y negó como respuesta a la segunda.

Ella sollozó y se sorbió los mocos sin dejar de mirarme. Todavía seguía sosteniendo sus brazos cuando ella apoyó su frente en mi hombro debido a la escasa distancia que nos separaba.

Dubitativo de si debía hacerlo o no, rodeé su cuerpo con mis brazos y ella no tardó ni dos segundos en alzar los suyos para seguirme el gesto.

Pestañeé varias veces y acabé pasando la mano por su cabeza, enredando mis dedos con suavidad en su cabello. Sus sollozos disminuyeron poco a poco, lo cual me hizo continuar con el gesto porque parecía que aquello la calmaba.

—Gracias —susurró con un hilo de voz cuando ambos nos separamos del abrazo—. No sabes cuánto te lo agradezco.

—A ti, por ayudarme a escapar del Santuario y por salvarme de Matthew.

—¿Entonces, estamos en paz? —ella me tendió la mano.

—Sí, eso creo —estreché su mano con la mía.

Entonces sonrió.

Dedicándome así la sonrisa más cálida y sincera que había visto en mucho tiempo.

El Nuevo Mundo || Carl Grimes Donde viven las historias. Descúbrelo ahora