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A medida que nuestros pasos nos acercaron a la casa del depósito, iba convenciéndome en llegar adonde Viviana y yo habíamos amanecido en muchas ocasiones; pero, por temor, no abrí la boca ni siquiera para respirar. En realidad, aquel depósito no era más que un salón amplio y oscuro, con muchísimas cajas. Tras cerrar la puerta las impresiones terminaron pequeñas en relación a su inmensidad; y cuando ella encendió interruptor, todos los focos iluminaron las paredes frías y sin revocar. Preferimos buscar una lámpara y prenderla en un pequeño espacio.

Me tocó ensamblar los cuerpos de unas peponas bebés, veía sus caras impasibles y plásticas en una mueca que la poca luz retorcía. No me acerqué a Magalí mientras los armaba, aún sentía remordimiento; pensaba que quizá, en otras ocasiones, ella se habría quedado a dormir y nos hubiera visto. Soltamos dos o tres charlas breves para acompañar a la música y romper ese silencio que se abría entre los dos. Pasaron muchas canciones que el tiempo no nos anunció lo profusa que estaba la noche, lo completa que estaba la noche.

Ya habíamos ensamblado las últimas piezas, así que fuimos hacia uno de los cuartos. Y allí lo vi todo; en serio, sin rodeos. Magalí quería dormir completamente vestida, pero insistí, todavía no entiendo por qué... quizás por volver a estar cerca de su cuerpo. Le robé varios besos y aunque sus labios sabían con un toque amargo, intenté ignorarlo y ella empezó a seguirme la corriente, me pidió silencio y empezó a desvestirse. En todo su cuerpo había proporciones verduscas, pero sólo era su piel. Alrededor de toda su desnudez, sus formas seguían con el brote espontáneo que me habían maravillado, y ella pidió que no haga caso de eso, que era nuestra última noche, que de inmediato buscaría recuperarse. Se acostó y tan pronto la tuve cerca, pude sentir un frío húmedo que procuré mitigar, la apreté contra mí, ignorando acaso su voluntad o su deseo. Abrió su cuerpo y empezó a desnudarme.

– Prefiero este calor–, dijo a mis oídos.

Me movía a su alrededor, acariciando y besando cada recoveco de su piel, hasta subir al rojo de sus mejillas, como buscando un peso, una densidad a toda su figura. Mis movimientos iban asemejándose, más y más, a los de un animal que va rodeando a su presa, probando la sal que el sudor emana. De repente pidió que me eche. Poco a poco mi cuerpo se fue endureciendo. A medida que lo sentía, el cuerpo de Magalí iba tornándose a esa vieja suavidad que siempre me enloqueció. Yo iba poniéndome rígido, al punto de quedarme inmóvil y aquietar mis propias extremidades. Mi vista iba nublándose en humos de qh'oa que no supe de dónde provenían... y Magalí, con los brazos y las piernas apoyadas en la cama, sobre mi cuerpo, llenándome todo de su boca y su sudor, un bálsamo que me endurecía y yo, y yo... con las infinitas ganas de tomarla.

LOS SAPOSWhere stories live. Discover now