Capítulo Cinco

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Se me había hecho una bola dentro de la garganta la cual no podía ni quería controlar. Estaba metida en varios problemas, eso era un hecho.

Mi cuerpo estaba expulsando un sudor frío que hacía que mis dientes castañearan y mi pecho al igual que mi cabeza se congelaran.

No sentía dolor, no sentía enojo.

Sentía una pena que estaba camuflajeada por arrepentimiento y un raro orgullo, los tres aún sin procesar, solo flotando ahí dentro de mi pequeño corazoncito.

Me quedé parada, con la boca medio abierta, sin saber qué decir.

Al menos ahora ella sabía la verdad. O bueno, parte de la verdad.

A pesar de que el sol me abrigara cálidamente el cuello y bajando hasta mi cintura, el intenso frío que se había instalado por todo mi cuerpo. Tenía la piel erizada y no sabía que podía hacer. No quería correr o no ser vista. Simplemente estaba, congelada. Hecha toda una estatua asustada.

—Eres una traidora.

—No lo soy, y no fue mi intención lastimarte, Pilar.

–¿Ahora eres una mentirosa, también? Solo espera a que le diga a mamá y a papá lo que hiciste. Y no se te ocurra tocarle ni un pelo a Sergio, ¿Me oíste, Belén, huh?

—¡Pues fíjate, que no! ¡Yo no soy eso! ¿Quieres decirle a ellos? Bien, diles y que Dios se apiade de mí al llegar a casa y me perdone por lo que hice pero tú, no me puedes decir que debo, o no, hacer. No eres mi autoridad. Aparte, Sergio no es un objeto, es un ser humano, ridícula. No es alguien del que tú o yo nos podamos apropiar de él de una manera tan tonta como la que acabas de describir. Repito, es una persona con derecho y cabeza. Y no me atreveré a dejar de luchar para ganarme por su amor. Así que no te tengo miedo ni mucho menos te tendré rencor. Ahora sí me disculpas, tengo que ir a clase.

Jadeé al terminar todo lo que acababa de decir, con lágrimas amenazando con salir de mis ojos.

Sabía que lo que sentía por Sergio era de verdad y no pretendía huir de aquello, de lo que el me hacía sentir, experimentar. No, no me alejaría de ello, ni de él. Lucharía y eso era lo que pretendía hacer.

Caminé hacia el umbral de la entrada de la escuela con mucho cuidado de no chocar con Pilar y me dirigí hacia mi salón.

Corregí aún más mi postura y con orgullo me retiré rápidamente con el dedo índice la lágrima que se las arregló para salir por mi ojo derecho.

Fui directamente a mi salón de clases que me correspondía ir en aquel momento, respondiendo cortés pero impaciente a la gente que me saludaba por los pasillos. Quería estar callada y sola por un buen rato en medio de un desierto, con el sol quemándome las palmas, el cuello, la cara, y los brazos, y el sol arrojándome tierra por la espalda, o al menos es era y sigue siendo una buena forma de pasar el tiempo cuando uno está confuso, harto e impaciente y solo quiere relajarse sin que nadie lo moleste.

Pero otro problema era que no había ningún desierto cerca al que podría correr disparada, y tampoco libertad para ir a uno en aquellos momentos, pues estaba obligada a permanecer allí.

Al llegar al salón de clases me senté en una de las mesas de mero adelante, para poder ver y copiar todo lo que estaba escrito en el pizarrón y para que el maestro pudiera ver mi mano levantada cada vez que esté preguntara por algo, para que así mis puntos de participación estuvieran completos con facilidad.

Puse mis materiales en la mesa y puse mi mochila abajo de la silla en la que estaba sentada. Recargué mi cara en mi mentón, amargada. Todavía quedaban 10 minutos de anticipación para que la clase comenzara para poder hacer todo lo que quisiera y aún así estaba amargada.

Detrás de tus ojosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora