Like electricity in my veins

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El dolor sube y baja por su pantorrilla, llega hasta las articulaciones; el hormigueo frío y caliente a la vez, se concentra especialmente en la rodilla.

Estira la pierna, el dolor se calma un instante para volver a atenazarle en la rótula.

—Son los nervios —dice—. Se supone que cuando es dolor eléctrico son los nervios ¿No? —yo asiento, dándole la razón sin saber realmente si la tiene.

—¿Eléctrico?

Es lo único que cuestiono, preguntándome como carajos es un dolor eléctrico. Él vuelve a mover la pierna antes de también asentir y responder:

—Es como estática, como la de la tele de Marcia —ahora yo asiento, en una especie de diálogo estúpido, tan solo para indicar que recuerdo la vieja tele, llena canal tras canal de aquellos garabatos gritones, grises, blancos y negros; excepto en aquel canal para el que estuviera especialmente acomodada la antena de conejo—. Si... es como estática, la siento muy adentro, pero al mismo tiempo es... como si tratara de salir... me araña.

Y yo vuelvo a asentir todavía sin saber cómo carajos es un dolor eléctrico. 

Él sabrá.

Siempre ha tenido esa extraña relación con la electricidad. 

Al principio, cada vez que tocaba el pomo de una puerta se daba un toque y a veces incluso podías ver la pequeña chispa antes de que retirara la mano rápidamente, como un espasmo, y soltara una exclamación de sorpresa por lo bajo y nosotros nos riéramos de Él "por maricón". De niño jamás se subía a los juegos infantiles; plásticos, decolorados por el sol y medio derruidos del parque de la colonia vecina, al que tardábamos media hora en llegar con las bicis e íbamos en lugar del de nuestra colonia porque estaba menos jodido, no había yonkis y porque nos permitía escapar de nuestras casas aunque fuera una hora más al día.

Vuelve a estirar la pierna, la sube al banquillo.

No se trepaba en los juegos ni para jugar cuando éramos pequeños ni para terminar de vandalizarlos cuando crecimos y tratábamos de destruir los recuerdos de nuestra inocencia confundiéndolos con debilidad. Cada vez, los remaches metálicos le esperaban listos para morderlo cada vez que los rozaba.

Cuando creció aquella extraña relación continuó. Los focos se fundían cuando era Él quien encendía las luces, la pantalla de la tele se llenaba de estática cuando entraba a la habitación; jamás quería salir cuando llovía, aunque fueran unas gotas, pues temía que le cayera un rayo. En las tormentas eléctricas, mientras los demás nos sentábamos junto a las ventanas a observar la luz recorriendo las nubes, contar hasta siete y sorprendernos cada vez que escuchábamos el cielo resquebrajarse, Él se cubría la cabeza con una toalla y apagaba las luces como las abuelas, ignorándonos mientras nos reíamos.

Por maricón.

Esas eran las únicas ocasiones en que nos permitía insultarlo, echarnos unas risas a costa suya; el resto del tiempo se meaba en los portales, se tiraba a las novias de los que le caían mal en la escuela, echaba el humo del cigarro por la nariz, escupía más lejos que todos y tiraba piedras a los coches. Estúpidas muestras de "hombría" que motivaban nuestra admiración y respeto.

Voltea hacia la ventana.

—Va a llover —declara.

No está nublado ni se ve el supuesto anillo alrededor de la luna del que hablan los abuelos, ni huele a tierra mojada, ni el cielo está rojo ni tengo la lluvia en el ojo. 

Pero le creo.

A pesar de que eso no calmará el dolor, se soba la rodilla; también, a pesar de que eso no lo calmará sino por puro vicio, enciende el cigarrillo manoseado.

Cuentos Fumados Para Personas InsomnesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora