El peso de un beso

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Meissa

El aire fresco de la noche me golpeó el rostro, pero no fue suficiente para calmar el caos que estallaba en mi interior. No podía procesarlo, no podía entender cómo había llegado a este punto. Mis labios aún sentían el roce de los suyos, y era como si ese maldito beso hubiera encendido algo dentro de mí que no sabía cómo apagar. Lo odiaba, pero mi cuerpo parecía traicionarme, cada célula mía ardía con el recuerdo de ese momento.

Sin pensarlo, le di una cachetada su rostro reflejó una mezcla de sorpresa e intensidad, pero no dijo nada. El muy creído solo se quedó ahí, mirándome. Eso me enfureció aún más.

—¡Déjame! —grité, dando un paso atrás mientras él seguía acercándose—. ¿Cómo te atreves a besarme? ¿Qué te crees? Eres un maldito creído, piensas que puedes besarme y que voy a... —mi voz se quebró, pero no por tristeza, sino por rabia—. ¡Maldita sea, mírate! ¡No tienes derecho a hacerme sentir así!

Él no respondió. Simplemente me miraba con esos ojos grises, intensos, como si pudiera ver dentro de mí, leer cada pensamiento que trataba de ocultar. En su silencio, que todo lo que decía no tenía efecto en él.

—¡Dime algo, maldita sea! —seguí, sin poder detenerme—. No puedes quedarte ahí mirándome como si nada hubiera pasado.

Él no lo hizo. No dijo ni una palabra, pero de alguna forma, sus ojos me gritaban más de lo que cualquier frase podría haberme dicho. Algo en mí se rompió, y antes de que pudiera controlarlo, estábamos besándonos de nuevo. Esta vez no había freno. Lo empujé contra el auto, pero no para alejarlo, sino para acercarnos más. Fue un beso desesperado, como si el mundo se fuera a acabar y este fuera el último momento que pudiéramos compartir.

Nuestros cuerpos se fundieron, y por un instante, no existía nada más. Solo el calor de sus labios, la firmeza de su cuerpo contra el mío, y la sensación de que todo estaba mal, pero, al mismo tiempo, todo se sentía increíblemente bien.

Cuando nos separamos, mi corazón latía desbocado. Aún sentía el calor de su cuerpo en el mío, pero mi mente volvió a la realidad de golpe. Lo miré a los ojos, esos malditos ojos que me volvían loca, y lo odié por hacerme sentir así.

—Quiero que te vayas —dije, mi voz temblando de furia contenida—. Olvídate de lo que pasó. Estoy esperando a Luke y no quiero que te vea aquí.

Me observó, incrédulo. Se quedó en silencio por un segundo, sus labios aún ligeramente hinchados por el beso, y luego soltó una risa baja, como si no pudiera creer lo que acababa de decir.

—Eres increíble —murmuró, negando con la cabeza—. Me besas, me gritas, y ahora quieres que me vaya. ¿En serio, Meissa?

Mis palabras salieron antes de que pudiera detenerlas.

—¡Sí, quiero que te vayas! —le grité—. Quiero que te olvides de esto, de todo.

Vi cómo su rostro se endurecía, cómo la chispa de pasión que había en sus ojos se apagaba, reemplazada por algo frío, distante. Subió al Jeep sin decir más, y el rugido del motor rompió el silencio de la noche. Lo vi alejarse, perdiéndose en la oscuridad, y en cuanto estuvo fuera de mi vista, me derrumbé.

Sentí cómo las lágrimas empezaban a caer. Mi cuerpo temblaba, pero no sabía si era por el frío, la rabia o el torrente de emociones que me sacudían. No era solo el beso, era todo lo que representaba. Me cubrí el rostro con las manos, tratando de recomponerme, pero todo en mi interior estaba revuelto.

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