Sentados lado a lado en los bancos negros, me sentí tiesa. El rubio hacía muecas como si sufriera de un síndrome o problema cerebral. Me perturbada. Apreté mi falda, como obstinada del sol. Claude volvió a mirarme y repentinamente, tocó mi brazo izquierdo. Salté internamente. No había pronunciado ni una palabra.
—Tienes un bicho allí —dijo intentando quitarlo de la prenda.
—¿Si? Bueno —suspiré.
Abrí la boca como para preguntar algo, mas luego olvidé que era. Esta se supone, es la reunión para terminar de comprometer nuestras almas y conocernos mejor. Historias cursis para cubrir un plan financiero. Él se alejó y por poco se cae del banco. Volvió a su posición y me miró.
—¿Dónde está tu anillo? —preguntó buscando con la mirada el aro.
Escondí mis manos bajo mis piernas. Nerviosa, moví la cabeza de un lado al otro.
—En casa —sonreí, mintiendo.
—¿Por qué? —insistió extrañado.
¿Por qué? Porque me metí a casa de Lysandro, el guapo millonario, huyendo de mi futuro contigo. Me di un extraordinario baño sin necesidad de bajar al río y me olvidé de esa prenda. Escuché música, comí torta y besé a Lysandro. Nada importante.
—Se podría... Rayar —seguí sonriendo.
—¿Rayarse? —siguió insistiendo.
—Si —hice una pausa, sonriendo nerviosa—. Sabes, el sol. Yo, distraída, y eso. Se oxida, o, se...
—Se raya —afirmó extendiendo sus dedos para observar su anillo—. Creo que mejor guardo el mío.
¡Incoherente! Volteé el rostro.
—¿Tú... Tú sabes de esas cosas caseras? —preguntó viendo hacia otro lado.
—¿Caseras? —me devolví.
—Es que me gusta que las mujeres sepan cocinar.
—Ah —sonreí falsamente—. Sí, supongo.
Silencio incómodo.
—¿Te gustan los camarones? —preguntó.
—¡Leah! —llegó corriendo Rebeca en su nuevo y pequeño vestido, con sus rizos al viento—. Quiero jugar a las escondidas.
—¿Las escondidas? —me emocioné.
—¿Las escondidas? —repitió él con un gesto pobre.
—Tú cuentas —lo señalé con emoción—. Cuenta hasta 100.
Corrí tomándome de la falda, ¡Libre de la tertulia matutina! Corrí por los extraños jardines hasta encontrarme con una zona de árboles sin frutos. Algo engorroso para caminar, así que me quité los zapatos. Sólo quería perderme y que ojalá nadie me encontrara nunca. Me senté en las ramas de un árbol enorme, cuando a mí llegaron voces conocidas. Mi madre y la Sra. Stanley en medio de una conversación.
—No se le ha visto a la pequeña Anya en una temporada —escuché desde el otro lado del muro.
—Está indispuesta —respondió la frívola mujer.
—¿Realmente? —hizo una pausa—. Es una pena. Esperaba aproximar su encuentro con Adán. Tal vez la boda sea al mismo tiempo que la de Leah.
—Mi hija podrá casarse en cualquier momento. Es una dama bien educada, a diferencia de otras —atacó la vieja pálida.
—¡Oh! —chilló mi madre sonoramente—. He sentido un mareo tan profundo.
—¿Desea una manzanilla?
ESTÁS LEYENDO
Los ojos de Lysandro #CaprichoAwards
RomanceLeah es una joven soñadora de 16 años que desea ser profesora. El único inconveniente es que vive en un pueblo del norte donde el acento los caracteriza y las mujeres se casan jóvenes. Con escasas oportunidades de poder cumplir lo que se desea y una...