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El iPhone de Sofía sonó con el típico sonido estridente, simulando un teléfono antiguo, a la vez que vibraba encima de la mesa de su despacho. Lo miró sobresaltada.

─Disculpe ─dijo a Roberto Almendro, el representante de Olinovel, que había venido a visitarla.

Le echó un vistazo a la pantalla del móvil y vio que era Gabriel quien llamaba, con lo que lo silenció.

─Por favor, continúe.

Pero antes de que Roberto comenzara de nuevo a hablar, el teléfono volvió a vibrar. Gabriel le estaba enviando un mensaje, que leería más tarde. Le gustaba mucho que él pensara en ella y le enviara mensajes que, por regla general, solían ser frases románticas o piropos, en algunas ocasiones un poco subidos de tono. Pero en aquel momento estaba ocupada con aquel posible proveedor y, aunque ya había decidido no hacer negocios con la empresa a la que él representaba, no quería ser maleducada y ponerse a leer mensajes personales mientras él le hablaba de las propiedades de sus aceites. Se le notaría demasiado que no era un mensaje de trabajo. Lo que le preocupaba un poco era que Gabriel sabía que en ese momento ella estaría con el representante y que no le gustaba ser molestada. Sólo se le ocurrían dos posibles razones para que Gabriel le interrumpiera: la primera era que el tema fuera importante y él la estuviera llamando de forma urgente; la segunda era que Gabriel fuera simplemente un capullo y que se hubiera olvidado de que el representante estaba allí. En una milésima de segundo se decantó por la segunda opción porque, ¿qué cosa urgente podría pasar en la oficina de Gabriel un miércoles por la mañana?

Ese pensamiento hizo que se enfadara un poco con él. Le solía pasar de vez en cuando por pequeños detalles como aquel, pero se le pasaba enseguida. En cuanto pensaba en otro tema se le olvidaba. Sabía que no podía estar mucho tiempo enfadada con él, era imposible. En aquella ocasión, para que se le pasara el enfado, intentó prestar atención a lo que el representante de Olinovel le contaba.

Roberto Almendro no le había convencido desde el primer momento en el que lo vio, cuando había ido a recogerle a la estación de tren hacía casi una hora.

Venía vestido elegantemente, pero rezumaba nerviosismo por cada poro de su piel. La frente le brillaba por el sudor, que él alegó rápidamente a las altas temperaturas de Córdoba para aquella época del año. Tenía razón, aún superaban los 30 grados en el momento álgido del día, pero él había llegado a las 10 de la mañana, y a aquella hora ni siquiera llegaban a los 22 grados. El sudor era el resultado de su nerviosismo, no cabía duda. Y si estaba nervioso significaba que no confiaba plenamente en su propio producto, o al menos esa era la forma de pensar de Sofía.

Ahora se encontraba sentado delante de ella, farfullando sobre los componentes que formaban sus aceites, que los hacían ideales para relajar al cliente y alejarlo del estrés diario, pero paraba de cuando en cuando para respirar aparatosamente.

Sofía pudo ver las gotas de sudor resbalando por su sien. Su cara estaba encendida, febril. O intentaba engañarla, y lo hacía muy mal, o estaba enfermo.

─¿Se encuentra bien? ─le interrumpió, empezaba a preocuparse.

Roberto dejó de intentar hablar y la miró.

─La verdad es que no ─suspiró─, no sé qué me pasa, necesitaría un poco de agua.

Sofía se levantó de su asiento y se apresuró a coger una botella de agua mineral que tenía en un pequeño frigorífico, camuflado como si fuera parte del mueble.

─Discúlpeme ─dijo mientras rellenaba su vaso─, siento no haberle ofrecido más agua. ─Roberto había acabado el vaso de agua inicial en los primeros cinco minutos de conversación.

Bebió un poco y respiró hondo. Cerró un momento los ojos y sintió que todo le daba vueltas.

─Creo que tengo un poco de fiebre ─dijo con una voz débil.

Sofía se tomó la libertad de acercar el dorso de su mano a la frente de Roberto para notar su temperatura.

─¡Dios mío, está usted ardiendo! ─exclamó algo asustada, sin saber exactamente cuál debería ser su siguiente paso.

En el spa tenían una pequeña enfermería, pero afortunadamente nunca habían tenido que utilizarla. Sofía dudó entonces entre llevar a su invitado a la enfermería o ir ella misma y traerle algo de paracetamol o ibuprofeno.

─Acompáñeme a la enfermería ─dijo finalmente, y se dirigió hacia la puerta de su despacho.

Roberto se levantó trabajosamente, de repente parecía haberse debilitado muchísimo. Se apoyó un momento en la mesa del despacho, tomó aliento y luego la siguió hasta la enfermería.

─Túmbese aquí ─dijo señalando una camilla detrás de un biombo, que previamente había cubierto con una sábana blanca.

Roberto obedeció sin rechistar mientras ella buscaba un termómetro en las baldas de una estantería. Encontró uno electrónico en un cajón. Se lo acercó a la frente hasta que emitió un pitido.

41 grados.

Sofía no se lo creyó, miró el aparato como si estuviera roto. Lo reseteó y se lo volvió a poner en la frente.

41,3 grados.

─¡Cielos santo! ─exclamó.

Carmen, una quiromasajista que trabajaba para Sofía desde que abrió el spa, pasaba en ese momento por el pasillo y escuchó a Sofía. Inmediatamente llamó a la puerta y la entreabrió un poco sin esperar permiso.

─¿Va todo bien, Sofía? ─preguntó desde el pasillo.

─¡Ay, Carmen! ─contestó Sofía mientras terminaba de abrir la puerta para que su empleada pasara a la enfermería y viera lo que estaba pasando─. Es el representante de Olinovel, de repente le ha subido la fiebre, tiene cuarenta y uno.

Carmen abrió los ojos como platos.

─¿Cuarenta y uno? ─exclamó─, ¿pero cómo?, ¿qué le ha pasado?

Sofía se encogió de hombros.

─¿Quieres que llame a una ambulancia?

─Sí, por favor, yo mientras le voy a ir dando un gramo de Efferalgan, a ver si le baja un poco.

Tiempo MuertoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora