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El helicóptero de salvamento tomó tierra en la base aérea de Torrejón de Ardoz en lo que a Saúl le parecieron cinco minutos. Era la primera vez que se montaba en una máquina como aquella y el vuelo le pareció más tranquilo y estable de lo que esperaba. Aun así, no estuvo exento de vibraciones y vaivenes. No llegó a marearse, pero al tomar tierra se sorprendió a sí mismo aferrado al cinturón de seguridad tan fuerte que los nudillos se le habían quedado de color blanco. Durante la corta travesía pudo ver desde lejos el caos que se había organizado en el centro de Madrid. Vio los coches abandonados en mitad de las avenidas. Vio a gente corriendo, buscando protección. Vio pequeños incendios aquí y allá. Y, por supuesto, vio a hordas de zombis deambulando impunemente por las calles de Madrid.

Bajaron del helicóptero y les recibió un grupo de militares armados.

—Síganme —dijo uno de ellos, cuyos galones en los hombros indicaban que era sargento.

Todos obedecieron.

Les llevó a un gran hangar en el que se habían dispuesto dos ambientes. Por un lado, había una zona con catres para descansar o incluso para pasar la noche allí; y por el otro, había una especie de comedor, con mesas grandes y sillas de plástico.

—Acomódense —dijo el sargento—, estarán aquí un tiempo, hasta que todo se tranquilice un poco y puedan volver a sus casas sin correr riesgo.

Entraron en la zona de los catres. Podría haber unos trescientos, ordenados en varias filas y con una separación de metro y medio entre cada uno. Un tercio de ellos ya estaba ocupado y Saúl estaba seguro de que antes de que acabara el día se completaría el aforo. Había gente echada, quizá durmiendo, y otra reunida en pequeños grupos, familias enteras o conocidos, que habrían sido evacuados de zonas conflictivas juntos. Varios soldados estaban organizando a la gente.

A Saúl no le apetecía en ese momento echarse en uno de esos catres. Tenía mas hambre que sueño. Lo comentó con Álvaro y este estuvo de acuerdo en ir a la zona de las mesas. Allí también encontraron a gente sentada y charlando en grupos, repartidos por todo el comedor. La mayoría hablaba en voz baja, pero aun así se escuchaba un murmullo generalizado. La zona era muy amplia y estaba abierta, pero se percibía un ligero olor a algún tipo de estofado.

Se acercaron a un soldado para preguntarle dónde podían conseguir algo de comida.

—En unas horas se servirá una cena caliente —dijo el muchacho vestido de uniforme—, pero si tienen hambre pueden acercarse a aquella puerta —dijo mientras señalaba una puerta de doble hoja que estaba abierta de par en par en el fondo de la gran sala—. Allí les darán algo.

Le agradecieron la información y se dirigieron a la puerta. Tras ella había instalada una cocina de emergencia, con ollas gigantescas humeando sobre varios hornillos encendidos.

Un hombre de unos sesenta años con un delantal blanco y un ridículo gorro de plástico transparente, como de ducha, se acercó a ellos. Llevaba en la mano una enorme paleta de madera con la que había estado removiendo uno de los guisos hasta que aparecieron ellos.

—Perdonad —dijo amablemente—, no podéis estar aquí. La cena se servirá a las ocho, aún queda un buen rato.

—Estamos hambrientos —dijo Álvaro—, no hemos comido nada en todo el día.

—Nos ha dicho un soldado que aquí nos darían algo —aclaró Saúl.

—¿No os han dado el kit de bienvenida?

Saúl y Álvaro cruzaron una mirada y luego volvieron a mirar al cocinero encogiéndose de hombros.

El hombre suspiró.

Tiempo MuertoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora