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Se había deslizado por el parabrisas del autobús y luego se había dejado caer al suelo. La puerta del vehículo estaba abierta, pero las llaves no estaban en el contacto.

Saúl hizo una mueca de desagrado y se volvió para buscar algún otro vehículo. Sólo había dos autobuses más cerca de él. Seguramente ninguno de ellos tendría las llaves puestas. Tampoco le apetecía comprobarlo.

Respiró hondo.

Miró hacia la puerta de la terminal por la que solían salir los autobuses y los autocares. Había sido usada por la mayoría de los transeúntes para escapar en estampida y luego por aquella gente rabiosa, que los perseguía muy de cerca. Ahora parecía estar en calma, aunque desde donde estaba podía ver a dos tipos que deambulaban como desorientados por las cercanías de la cuesta que accedía al exterior, con mirada perdida. Eran, sin lugar a dudas, dos individuos más de aquel grupo de personas que habían perdido la razón y atacaban a sus congéneres. En aquel momento parecían estar tranquilos, como en descanso, y no mostraban interés el uno por el otro, pero Saúl estaba seguro de que si se acercaba a ellos más de lo debido sus instintos asesinos volverían a despertar e intentarían darle caza para destrozarle.

Dirigió su mirada entonces hacia el otro lado, hacia las escaleras automáticas que conectaban con el Metro de Madrid si las bajaba o a la zona comercial si las subía. Aquel camino parecía despejado.

Saldría de allí a pie.

Caminó por las dársenas tranquilo, pero con paso rápido y sin bajar la guardia, mirando siempre a su alrededor y sin dejar de mirar el contacto de cada autobús por el que pasaba, por si había un golpe de suerte y colgaba un llavero de alguno de ellos.

Llegó a las escaleras automáticas, y subió lentamente. El acceso a la planta desde aquella puerta parecía estar en obras de reforma, llevaba semanas rodeada de andamios parcialmente cubiertos por unas lonas azules, con las que formaban una especie de túnel de unos tres metros, que terminaba abriéndose a la zona comercial de la planta

Miró a su alrededor. Nunca había visto el Intercambiador tan desordenado. Parecía que acabara de pasar un tornado, arrasando a su paso con todo lo que había. La avalancha de gente que Saúl había visto salir por los aparcamientos de los autobuses había pasado antes por allí.

Sintió que un escalofrío le recorría toda la espalda hasta la nuca y le erizaba todos los vellos del cuerpo cuando se dio cuenta de que algunas de aquellas personas que habían intentado huir, no lo habían conseguido. Sus cuerpos inertes, o partes de ellos, yacían esparcidos por cualquier sitio. Algunos de ellos podrían haber muerto asfixiados, posiblemente cayeran al suelo y luego fueran pisoteados por la masa de gente, implacable y egoísta, pero todos habían sido atacados y destrozados, antes o después de su muerte. Había charcos y manchas de sangre por todos lados y un olor repugnante a sangre, sudor y putrefacción envolvía el aire.

Se quedó paralizado, delante de la zona de consigna, observando aquella escena macabra. Un mal presentimiento le hacía palpitar el corazón más rápido de lo normal y le alertaba de que aquel sitio no era seguro, sentía que debía salir de allí, pero no podía moverse.

Fue entonces cuando se percató de que no estaba solo, al fondo del pasillo parecía estar moviéndose algo, como si alguien estuviera arrastrando una silla o algo parecido. La sensación de peligro inmediato le hizo despertar de su momentánea paralización y el corazón comenzó a palpitarle al doble de la velocidad normal.

La puerta de las oficinas del fondo, junto a las taquillas de las compañías de autobuses, empezó a abrirse lentamente. Saúl aguantó la respiración con la mirada fija en la oscuridad que había al otro lado. Por un segundo pensó en ocultarse en los aseos, cuya entrada tenía a menos de un metro a su izquierda, pero no lo hizo. La puerta terminó de abrirse y de la oscuridad apareció la cabeza de un hombre, medio calvo y con gafas de cristales gruesos, que oteó todo el pasillo hasta posar su mirada en Saúl.

Se miraron durante unos segundos intensos, tras los cuales el hombre decidió que Saúl no era uno de los malos y dio un par de pasos más hasta salir completamente de la oficina, sin apartar la mirada de él. Tras este señor aparecieron tímidamente otras cinco personas más, tres hombres y dos mujeres, que habían estado ocultos junto al hombre calvo con gafas en las oficinas del intercambiador, mientras pasaba el tornado de gente y ocurría la masacre.

Todos parecían estar bastante afectados, miraban a su alrededor con los ojos muy abiertos, sin creer lo que veían sus ojos.

─Hemos llamado a la policía ─dijo el hombre calvo con gafas, dirigiéndose a Saúl─, ¿estás bien? Pronto llegará una ambulancia.

Saúl no contestó, sabía perfectamente que la policía nunca llegaría.

─¿Sabes si hay alguien más que necesite ayuda por aquí? ─volvió a preguntar el hombre. Saúl se limitó a negar con la cabeza.

No pudo evitar pensar en aquellas películas en las que los protagonistas reaccionan de forma positiva ante las peores catástrofes y comienzan a organizar un plan de acción desde el minuto uno, sin llantos, sin caer en estado de shock, sin amedrentarse ante la adversidad, sin esconderse, sin miedo. Siempre había pensado que aquellas películas mentían, que transmitían una sensación de heroísmo y humanidad erróneas, que en una situación real, la gente se vuelve más egoísta y sólo busca salvar su propio pellejo, sin importarle qué le ocurra al resto. Pero observando a aquel buen hombre preguntándole por más heridos empezó a dudar de su propia teoría.

El aspecto del tipo era lo más alejado de un héroe de película que hubiera podido imaginar. Debía tener unos cuarenta y cinco años. Aparte de la calva y las gafas de pasta, se podría decir que estaba entrado en kilos, pero sin llegar a estar gordo del todo. Lo que a primera hora de la mañana podría haber sido un traje ahora era un sucio pantalón, roto por la parte de las rodillas, por haberse estado arrastrando, supuso, y una camisa arrugada y desaliñada. Más tarde se dio cuenta de que el hombre había cedido su chaqueta a una de las chicas del grupo.

El hombre se adelantó y se acercó a Saúl.

─¿Cómo estás? ─preguntó poniéndole una mano en el hombro.

Saúl sólo asintió, haciendo entender que estaba bien.

─Bien ─corroboró el hombre─, me llamo Esteban.

─Saúl ─logró decir al fin.

Y estrecharon las manos.

─Encantado.

Saúl volvió a asentir, haciendo un esfuerzo por esbozar una sonrisa.

Tiempo MuertoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora